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Adam Michnik: «El comunismo es un cruce entre una secta religiosa y una banda criminal»

THE OBJECTIVE conversa con el periodista y disidente polaco por la publicación del libro ‘Elogio de la desobediencia’

Adam Michnik: «El comunismo es un cruce entre una secta religiosa y una banda criminal»

El periodista y escritor polaco Adam Michnik. | Editorial Ladera Norte

 

Visitó Madrid Adam Michnik invitado por el Instituto Polaco de Culturacon motivo de la publicación de Elogio de la desobediencia, una antología de sus ensayos publicada por Ladera Norte. Dado que soy el editor, sugerí a Michnik que centráramos nuestra conversación no tanto en el libro en sí como en el espíritu que lo recorre. Michnik fue un disidente contra la dictadura comunista de su país, sufrió cárcel y vejaciones por ello, pero nunca claudicó. Ese impulso moral lo llevó a afiliarse al sindicato Solidaridad de Lech Walesa cuando aún era ilegal y a jugar un rol protagónico en la transición a la democracia polaca, que tuvo en España el espejo en que quería reflejarse.

Es decir, pasar de la dictadura a la democracia de manera dialogada y legal. Ese tránsito incluía algo fundamental: libertad de prensa. Así nació Gazeta Wyborcza, el principal periódico de Polonia, del que Adam Michnik es responsable desde su fundación en 1989. Su lucidez lo llevó a rechazar cualquier tentación política. Sabía que su contribución a la consolidación de las libertades sería mayor si preservaba su libertad crítica, la misma que le llevó de joven a crear el «club de las contradicciones», o de preso político a rechazar con una carta pública la oferta de excarcelamiento que le hizo el Ministro del Interior de la dictadura, en 1983, a cambio de exiliarse.

Apoyado en todo momento por Maciej Stasinski, prologuista y traductor del libro, y un periodista que ha trabajado toda su vida profesional como puente entre la cultura polaca y la cultura española, esta conversación que va de lo coyuntural o lo trascendente no refleja lo más importante: la mirada física de Michnik, clara, risueña y optimista.

PREGUNTA.- ¿De qué manera le explicaría a un demócrata cómo era la vida bajo el comunismo en Polonia? Lo pregunto porque el mito del comunismo sigue vigente.

RESPUESTA.- Una vez en Inglaterra me hizo una entrevista un joven intelectual izquierdista. Aunque esto ocurrió hace mucho tiempo –el año 76 o 77 del siglo pasado–, es pertinente mi recuerdo. Era un marxista y quería comprender la naturaleza del sistema social imperante bajo la dictadura comunista. Yo le contesté con una sola frase: piensa en un sistema en donde la persona es propiedad del Estado, esta es la esencia del bolchevismo. El comunismo apela a lo más noble del ser humano, pero luego absorbe al ser humano y le saca lo peor que hay en él. Es un cruce entre una secta religiosa y una banda criminal. Es un sistema de esclavitud universal que no conduce a ningún valor positivo. Nadie busca la felicidad o la prosperidad. Ni en China ni en la Unión Soviética. Aquellos que en su momento buscaron la felicidad en la Unión Soviética hace mucho tiempo que murieron en el Gulag.

«Tanto Castro como Chávez prometían un país mejor y acabaron construyendo un mundo en el que huir es la opción más feliz»

 

 

Sin embargo, todavía subsiste ese núcleo en el mensaje comunista que convence a la gente, de que vamos a intentar construir un mundo justo. Un mundo en el que vamos a producir cosas, no para el beneficio de los grandes latifundistas o corporaciones, sino para el hombre corriente de la sociedad. El mundo en el que estás viviendo, dice el comunismo, vamos a transformarlo en uno justo. Ese mito es recurrente, aunque revista cada vez formas un poco diferentes. No es el único mito que retorna, pero sigue empujando, por la peor de las vías posibles, a la gente noble, decente, con aspiraciones justas y rectas, y sigue produciendo desastres.

Tanto Ortega como Castro, como Hugo Chávez, siempre prometían un mundo o un país mejor, y acabaron construyendo un mundo en el que huir es la opción más feliz. He aducido estos tres ejemplos latinoamericanos adrede, para no hablar de la Europa del Este, donde rigió un sistema imperialista soviético. Ni en Cuba ni en Nicaragua ni en Venezuela hubo una dictadura soviética. Hay entre muchos mexicanos, por cierto, un extraño culto a la Revolución cubana y al Che Guevara. Recuerdo una conversación que tuve con una alta diplomática mexicana en Varsovia. Un día estábamos hablando y ella, muy inteligente, por cierto, me dice: «Sí, pero Fidel, qué valor, qué gran capacidad de resistir a los norteamericanos». Y yo le digo: «¿Y qué, si ha resistido? ¿Qué ha hecho en Cuba? ¿Quieres irte a vivir allí?».

P.- Pero, ¿por qué el mito se mantiene después del derrumbe del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética?

R.- Primero, porque las ilusiones, los sueños, las ideas falsas tienen más vida que la realidad tangible. Por ejemplo, la tesis, que persiste, de que Cuba sería un paraíso si no fuera por el bloqueo norteamericano. Segundo, porque la memoria paraliza el recuerdo. Mejor Ortega que Somoza, mejor Castro que Batista, y eso ya se convierte en un mito colectivo intangible. Antes se decía «mejor la revolución bolchevique que el régimen zarista». No importaba que el zarismo fuera evolucionando, que estaba cambiando; eso dejó de importar. Los mitos no se discuten, no se analizan.

«A las revoluciones les gustan los colores fuertes –rojo, negro, verde– y la democracia es gris»

La vigencia del mito hoy creo que se explica porque a la gente joven no les gusta el mundo en el que están viviendo. Y hay dos respuestas o reacciones a este rechazo del mundo contemporáneo por parte de los jóvenes: uno es «creemos un sistema de justicia social», que es el comunismo y otro, el nacionalismo. El nacionalismo también es una escapatoria. Los jóvenes exigen, además, que tenga que ocurrir rápidamente. La gente joven no tiene tiempo ni paciencia para esperar, para analizar, para estudiar. «Había una esperanza para mejorar las cosas y no mejoraron». El deseo de cambios rápidos es lo que subyace. A las revoluciones les gustan los colores fuertes –rojo, negro, verde– y la democracia es gris. Brilla como una llama sólo cuando no existe. Cuando llega la democracia, resulta que todo es gris.

Cuando uno se siente frustrado por su propia vida, por la suerte que le ha tocado vivir, siempre realimenta ese mito. Un mito que sugiere que tenemos que limpiar la casa para vivir mejor, sin inmundicia. Tenemos que limpiar la suciedad de la escoria, sean los judíos, los homosexuales, los masones o lo que fuere. Lo que estamos viviendo, en cierta medida, es precisamente la crisis de la democracia constitucional liberal minada por esta frustración revolucionaria colectiva. No importaba, por ejemplo, para la opinión pública latinoamericana, que cientos de miles de cubanos hubieran escapado de Cuba porque no querían vivir más en la Isla. Lo que importaba era el mito: que Fidel Castro hubiera sabido resistir a los norteamericanos. Esto es lo que cuenta.

P.- Sí, el pensamiento mítico es un peligro. Otro peligro es el pensamiento utópico. Los fascistas sitúan la utopía en el pasado, en una nación pura y prístina, y los comunistas en el futuro. ¿Cómo blindamos a la democracia de la tentación utópica?

R.- Sí, pero la utopía es una forma de mito también. Yo creo que la defensa de esa democracia constitucional contra mitos o utopías tiene que ser la de siempre, salvo en situaciones extremas, cuando a lo mejor habría que recurrir a métodos extraordinarios. Una situación extrema, por ejemplo, se está dando desde hace dos años en Ucrania. Había que ayudar a Ucrania de la forma que fuera posible. Lo único que, fuera de los métodos extraordinarios, debe hacer un demócrata liberal es defender la economía libre de mercado y una democracia constitucional, el Estado de derecho y liberal, que siempre ha sido un baluarte contra toda pretensión autoritaria o ambición dictatorial. Y seguir machaconamente persuadiendo, convenciendo e ilustrando a la gente para que sepa a dónde conduce el mito y la utopía, cuáles son sus consecuencias.

«El denominador común de fascismo y comunismo es el rechazo de los valores rectores que subyacen en una democracia liberal»

También hay que olvidarse de la pretensión de que ese conflicto entre democracia y autoritarismo se pueda solucionar de una vez por todas. Es una amenaza permanente y creo que va a ser permanente, siempre que el mundo permanezca como lo conocemos hoy. La utopía conservadora es una actitud ante el mundo. Porque los conservadores, al menos los lúcidos e inteligentes, saben muy bien que, de hecho, retornar al pasado no es posible nunca. Lo que pretenden es conservar, retener del pasado lo que puedan dentro de un mundo que saben que está cambiando y que no pueden parar. Las otras dos utopías que mencionas, es decir, la bolchevique y la fascista, son prospectivas, es decir, futuristas. Los fascistas quieren limpiar el mundo degenerado y malo, mientras que los comunistas pretenden volverlo patas arriba.

El peligro consiste en que una de estas tendencias alimenta a la otra, se retroalimentan. El denominador común de ambas es el rechazo de los valores rectores que subyacen en una democracia liberal. Las alianzas de estas tendencias extremas son a veces sorprendentes. Por ejemplo, Viktor Orbán comenzó como un liberal demócrata radical y acabó deviniendo un nacionalista populista extremo, completamente autoritario. La otra evolución es la de Daniel Ortega, que empezó como un revolucionario de izquierdas y se ha convertido en un dictador quizás peor que Castro o Somoza.

P.- En esta complicidad con las ideas utópicas creo que han jugado un rol perverso los intelectuales, como bien señala Maciej Stasiński en el prólogo del libro. ¿Por qué esta tendencia y cómo evitarla?

R.- No hay una prescripción única, clara y simple. El intelectual siempre se siente un poco solitario. Y busca una comunidad, un gremio más amplio, que le permita salir de su soledad. Unos quieren servir a una causa más grande, que es la revolución; otros también a una casa más grande, que es la nación. No quieren vivir en una torre de marfil, solos. Y cuando se bajan de su celda en la torre de marfil se convierten en propagandistas y dejan de ser intelectuales independientes. Si tú quieres ser escritor, filósofo, pensador, intelectual, lo primero que tienes que hacer es separar tu vocación profesional de tu pertenencia a un partido o a una causa política. No uses tu título académico o tu fama o capacidad de escritor para comprar adhesiones a una causa política partidista.

«Heidegger, Maiakovski, Louis Aragon, Arthur Miller, John Dos Passos… también se dejaron instrumentalizar por causas utópicas»

¿Es esto suficiente? No, no es suficiente. Y nunca será suficiente. Siempre tendremos que lidiar con esto. Es una paradoja. Nuestra comprensión del mundo de la cultura nos exige que nos comprometamos con la vida pública y, al involucrarnos en la vida pública, corremos el riesgo de quedar indefensos ante las fuerzas sociales. Y entonces buscamos una causa, una comunidad, y caemos en la trampa del narcisismo nacionalista o del comunismo. Pretendía yo, intelectual, servir al ángel, pero acabo sirviendo al demonio. Heidegger, Gottfried Benn, Maiakovski, Louis Aragon… En España y Portugal también se dieron casos. En Estados Unidos, Arthur Miller y John Dos Passos también se dejaron instrumentalizar por estas causas utópicas. Es interesante, porque mientras en los países donde reinaban estas «utopías» lo primordial era el miedo y el terror, esto no existía en los países occidentales como Francia, Gran Bretaña o Estados Unidos; allí estas adhesiones se producían por voluntad propia.

Si queremos prevenir este peligro que mencionas lo primero que tenemos que hacer es conceptualizarlo. Nombrar cuál es el peligro en esencia. Desde este punto de vista, la cultura contemporánea tiene un aporte importante a tener en cuenta. Me refiero, por ejemplo, a la gran obra del Premio Nobel Czeslaw Milosz La mente cautiva, los tres volúmenes de la historia del marxismo, de Leszek Kołakowski [Las principales corrientes del marxismo] o los grandes poemas de Zbigniew Herbert.

P.- Esa disyuntiva la enfrentó el propio Adam Michnik: cuando triunfa la transición democrática en Polonia, pudo acceder a puestos de poder, pero prefirió mantener su libertad crítica. ¿Cómo fue ese proceso personal?

R.- Esta pregunta es muy personal y solo puedo contestarla de un modo indirecto. Yo sencillamente no tenía ni ganas de ser político, ni veía en mí ninguna dote especial para ser dirigente político, ni veía la necesidad de serlo. Quería acompañar la política democrática en Polonia y ser su crítico también, pero sin convertirme en activista, en protagonista, y ayudar a comentar la política como periodista, como una persona independiente. Admiré a las personas que venían de los mismos medios que yo y sin embargo supieron ser y fueron políticos con arrastre popular y social, como Václav Havel o Jacek Kuron. Pero yo estimé lo contrario, que mi aportación a la causa de la democracia polaca sería mayor si intentaba influir en la vida pública desde el principal diario independiente del país. Debo decir que después de tantos años desde que se fundó, en 1989, Gazeta Wyborcza [«Periódico Electoral»] sigue siendo el medio más importante de Polonia, y seguimos intentando hablar con voz propia y comentar la vida pública con voz propia.

«No sé si en Europa puede surgir una nueva élite intelectual política capaz de resistir tres peligros: Putin, Trump y el populismo»

P.- Polonia desalojó el año pasado al populista Kaczyński del poder. ¿Cuál es la receta? ¿Cuándo, por el contrario, se vuelve irreversible el triunfo del populismo y ya no es posible derrotarlo desde las urnas?

R.- Nosotros mismos, durante muchos años, seis u ocho, nos esforzamos en buscar la receta eficaz. La disyuntiva u oposición clásica entre la izquierda y la derecha no funciona, no aclara la naturaleza de las cosas. Dejó de ser funcional ya con el triunfo, primero, del comunismo, y luego del nazismo. Revivió después del año 45, después de la Segunda Guerra Mundial, y hoy, otra vez, digamos así, vivimos una recreación de ese dilema. Lo fundamental para nosotros fue llegar a la conclusión de que para rechazar esa tentativa lo importante era guardar en un cajón las simpatías ideológicas de cada uno y concluir que la división es entre libertad, o democracia liberal, y autoritarismo. Esto es lo fundamental, lo otro es secundario. Es algo parecido a lo que se dio en los años treinta del siglo XX, cuando había que construir un bloque de fuerzas en contra del nazismo de Adolf Hitler. El Gobierno de Churchill durante la Segunda Guerra Mundial adopta ministros laboristas. En tiempos normales esto hubiera sido imposible, porque era conservador y ellos eran la oposición. En la resistencia francesa colaboraban comunistas y gaullistas, ateos y católicos. Hoy estamos observando una situación extraordinaria. Yo no soy capaz ahora de responder si en Europa pueda surgir una nueva élite intelectual y política capaz de resistir tres peligros: Putin, Trump y otro, interno, el populismo nacional autoritario en cada uno de los países europeos.

P.- En Elogio de la desobediencia hay un constante diálogo con la Iglesia católica polaca y su importancia social. Usted explica muy bien la difícil entente que mantuvo con el comunismo, a diferencia de la iglesia ortodoxa rumana, que fue fiel a Nicolae Ceaușescu, o de la húngara, que se enfrentó al comunismo y fue destruida. Al final, la Iglesia polaca fue una aliada de la libertad¿Por qué hoy la Iglesia polaca ha mutado en posturas no democráticas y defiende Gobiernos con pulsión autoritaria?

R.- Mucha gente me lo pregunta en Polonia y yo mismo me pregunto por qué. La Iglesia católica durante el comunismo se petrifica como si estuviera en un congelador. Cuando cayó el comunismo, se quitó la corriente eléctrica del congelador: todo se empezó a derretir. Y también a oler mal. Segundo, la Iglesia católica –en general pero también la polaca–, para adaptarse a la realidad, a las circunstancias, promovió la corriente de la Iglesia abierta, aggiornamento en italiano, y usó las lecciones del Concilio Vaticano II para adaptarse a la modernidad. Una cultura católica que dialogara con la sociedad. Fue la forma en que la Iglesia Católica llegó a las mentes los que se rebelaban contra el comunismo, como yo mismo. Se produjo un puente de diálogo entre el mundo católico, clerical, y el mundo laico, al que yo pertenecía. Esa fue la expresión que dio título a mi primer libro: Izquierda, Iglesia, diálogo. Un punto de encuentro que antes no había existido. Tampoco existían libros que dieran cuenta de ese encuentro intelectual entre el espíritu laico y el católico.

«Desde nuestro punto de vista, Juan Pablo II era un personaje anticomunista y a favor de la libertad. Nunca fue un nacionalista»

El tercer factor fue Juan Pablo II. Desde el punto de vista de los católicos en la Europa occidental o en Estados Unidos, Juan Pablo II fue un conservador radical. Desde nuestro punto de vista, era un personaje anticomunista y a favor de la libertad. Nunca fue un nacionalista. Esos tres elementos confluyeron y crearon en nosotros la ilusión de que toda la Iglesia católica era así. Pero no era así, porque toda la Iglesia, no sólo la polaca, tiene problemas para adaptarse a la realidad del mundo del siglo XXI. El mundo democrático ha destapado los trapos sucios de la vida interna de la Iglesia católica –escándalos sexuales, colaboración con la policía secreta en los regímenes comunistas, escándalos financieros y económicos– y eso mueve a la Iglesia a buscar algo a lo que pueda atenerse. Y a lo que se puede atener con más facilidad es el proyecto de una sociedad autoritaria. Entonces, la Iglesia sale con un mensaje: «Hay cosas más importantes que la democracia liberal, como por ejemplo la salvación del alma». Sin democracia se puede vivir, pero sin Iglesia, no. Además, les ayuda el convencimiento, que intenta también trasladar a la gente, de que la Iglesia está rodeada por un cerco de enemigos: herejes, liberales, ateos, judíos, masones, LGBT, y tiene que defender la sociedad contra todas esas amenazas.

No sé lo que va a ocurrir, pero en Polonia, por ejemplo, la oleada de reacción hostil a la Iglesia ha crecido muchísimo últimamente y la Iglesia no sabe lidiar con estas tensiones. Va a haber, sí, relevos personales, pero esto no importa. En la sociedad polaca ha cambiado completamente el lenguaje del diálogo, la forma de conversación sobre y con la Iglesia. Esto era un tabú intocable en Polonia. No se podía criticar: quien atentaba contra la Iglesia servía a la dictadura comunista. Esta era la ecuación. En privado se podía discutir entre amigos, pero públicamente era imposible tener una postura anticlerical. Hoy la situación ha cambiado tanto, que incluso se requiere un poco de valor para hablar bien de la Iglesia en la prensa no católica. Aun así, hay que proceder con cautela, porque Italia seguirá siendo católica, Polonia seguirá siendo católica, Rusia seguirá siendo ortodoxa. México seguirá siendo católico, Turquía seguirá siendo musulmán y muchos otros países seguirán vinculados a la religión. Lo que hay que evitar, sobre todo, es anatemizar a la gente que necesita de la religión, que necesita de la Iglesia y va a la iglesia. En esto hay que proceder con mucha cautela.

P.- Quería preguntarle si ha recuperado Polonia a las grandes figuras del exilio polaco, Gombrowicz, Kołakowski. Por cierto, a Gombrowicz lo compartimos el mundo polaco y el mundo hispano, porque vivió en la Argentina y su obra está vinculada a nuestra cultura también. ¿Qué lugar juega el exilio hoy en Polonia?

R.- Hay que decir que durante la dictadura los puentes eran frágiles y el pensamiento de los polacos en el exilio estaba no sólo censurado, sino perseguido. No se podía traer libros de ellos del extranjero porque te revisaban en la frontera y te los quitaban, pero nunca estuvo roto el vínculo. Nosotros, siendo polacos demócratas viviendo bajo el yugo comunista, en nuestro circuito independiente de editoriales clandestinas, siempre publicábamos a Milosz, a Gombrowicz y muchos otros. Ahora el exilio está plenamente asimilado como parte de la cultura de Polonia. También hay que tener en cuenta que el pensamiento polaco en el exilio era muy diverso. Había un Gombrowicz, pero también había gente que consideraba a Gombrowicz un traidor. El exilio tampoco fue homogéneo.

«Hay que distinguir entre el antisemitismo clásico y la actitud crítica frente a Israel y su política»

P.- ¿Le preocupa el crecimiento del antisemitismo en Europa? ¿Cómo se puede combatir? ¿Cómo se puede evitar el regreso del peor fantasma europeo?

R.- Yo en Polonia no veo un renacimiento importante del antisemitismo. Veo en la juventud, sobre todo, universitaria de izquierdas, una corriente crítica con la política de Israel en Gaza. Veo que en el resto de Europa esto parece un poco peor, en Francia en particular. Hay que distinguir entre el antisemitismo clásico y la actitud crítica frente a Israel y su política. Pero ya sé que esto se complementa. Es un problema. Mi propia hija es muy activa en movimientos de protesta en contra de la política de Israel en Gaza. Ella no puede comprender mi actitud, que es mucho más moderada, y me dice: «Claro, porque tú tienes una perspectiva europea de tu generación». Yo le contesto que por supuesto que sí, porque la memoria de mi generación está marcada por el Holocausto, y ella me contesta que para los palestinos el Holocausto fue la Nakba, la expulsión, y es muy difícil discutir. Es muy difícil tender puentes de comprensión. Mucha gente joven, sobre todo estudiantes, piensan como mi hija. Para mí esto no es claramente antisemita, pero está muy cerca. ¿Cómo prevenirlo? No lo sé. Hay que hacer lo que estamos haciendo aquí, hablar. Sólo podemos seguir contribuyendo a crear un ambiente de más convivencia y tolerancia, y menos violencia y odio. Si se mantiene el buen camino que ha retomado Polonia el último año, y con la perspectiva medianamente optimista de que seguirá por ese camino, Polonia seguirá siendo una parte de la mejor Europa, la que está justamente amenazada por estos peligros.

P.- La pregunta personal y última es cómo mantiene hoy el impulso crítico, la desobediencia vital que lo llevó de joven a contestarle desde la cárcel al ministro de Interior que no aceptaba el exilio y que se metiera su propuesta por donde mejor le cupiera.

R.- Cuando Joseph Brodsky fue llevado ante el tribunal en la Unión Soviética por disidente, le preguntaron: «¿Usted qué es?». «Yo soy un poeta». «Pero, ¿quién le ha dado ese título?». «Yo creo que fue Dios». Es lo único que puedo decir.

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