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Aguiar: A los que la presente vieren, ¡salud!

Frustrada la intención de una candidatura presidencial única – reclamada por los comunistas – los partidos fundamentales se entregan en 1958 a la tarea de escoger sus propios candidatos. A inicios de octubre, Luis Miquilena, en nombre de URD le anuncia al país la aceptación por Wolfgang Larrazábal de su candidatura presidencial. Acto seguido Copei proclama como candidato a Rafael Caldera, y luego AD, arguyendo la insistencia en candidaturas propias, señala que tendrá como candidato a uno de sus militantes: Rómulo Betancourt, designado por acuerdo del Comité Nacional de su partido realizado los días 11 y 12 de octubre.

Los partidos en cuestión, conscientes de la delicada situación nacional y de los desafíos graves que le esperaban al país, deciden avenirse en un “pacto de unidad” suscrito el 31 de octubre y que en lo sucesivo se le conocerá como el Pacto de Puntofijo, nombre de la residencia de Rafael Caldera, situada en Las Delicias de Sabana Grande. El mismo implicaba el compromiso para la defensa de la constitucionalidad y del derecho a gobernar conforme al resultado electoral, el establecimiento de un gobierno de unidad nacional, y la ejecución de un programa mínimo común a ser ejecutado por el candidato que resulte electo en los comicios de diciembre. “El mantenimiento de la tregua política y la convivencia unitaria de las organizaciones democráticas” se afirma luego – en apéndice al Pacto que suscriben los candidatos el 6 de diciembre de 1958 y que incluye el programa mínimo común – como necesaria hasta el afianzamiento y permanencia de las instituciones republicanas.

El documento de octubre, que lleva las firmas de Jóvito Villalba, Ignacio Luis Arcaya y Manuel López Rivas, por URD; de Rómulo Betancourt, Raúl Leoni y Gonzalo Barrios, por AD; y de Rafael Caldera, Pedro del Corral y Lorenzo Fernández, por Copei, no cuenta con la adhesión del Partido Comunista, quien luego respalda públicamente los “puntos positivos” del Pacto, pero haciendo constar que seguiría “luchando por una candidatura de unidad extra partido, [por lo que] mal puede suscribir acuerdos contrarios a esta justa aspiración popular”.

Larrazábal entrega la Presidencia de la Junta de Gobierno a Edgar Sanabria el 14 de noviembre, y al día siguiente inscribe su candidatura en el Consejo Supremo Electoral, luego de que lo hicieran, sucesivamente, Rafael Caldera, con 42 años, y Rómulo Betancourt, de 50 años. Larrazábal tiene para el momento 47 años, y días después recibe el apoyo electoral de los comunistas no sin advertir: “No soy comunista ni tengo relación política de ninguna especie con las teorías comunistas”.

Mientras ello ocurre, reunido Sanabria en su casa para celebrar su designación como nuevo gobernante interino hasta que asuma el gobierno que decidan las urnas electorales, un último movimiento subversivo queda al descubierto y es controlado, teniendo por cabecilla al coronel Héctor D’Lima Polanco, jefe de la Oficina Técnica del Ministerio de la Defensa,  y del que participan el capitán Ramírez Gómez y los tenientes Américo Serritiello, José María Galavis Cardier, Enrique José Olaizola Rodríguez y Alberto Ruiz González.

Sanabria, caraqueño, hijo de Jesús Sanabria Bruzual y de Teresa Arcia, formado por los Padres Franceses y el Instituto San Pablo, egresó como bachiller en 1928 del Liceo Caracas y más tarde como doctor en Ciencias Políticas, en 1935, alcanzando a titularse incluso como maestro normalista. Inicia su actividad pública durante los gobiernos de López Contreras y Medina, fungiendo ora como cónsul general en Nueva York, ora como Consultor Jurídico de la misma Cancillería o de los despachos de Hacienda y de Fomento, y más tarde, luego de su breve presidencia, será embajador con distintos destinos y casi a perpetuidad: pero alguna vez la chismografía popular le atribuye haber osado sentarse en la silla del Papa cuando fue Embajador de la República ante el Vaticano. Sea lo que fuere, el neo presidente de la Junta centra su vida en la docencia universitaria y en la academia, quedando marcado por las mismas y alcanzando, por mérito propio, ser Individuo de Número de las academias Venezolana de la Lengua (1939), de Ciencias Políticas y Sociales (1946) y de la Historia (1963).

Edgard Sanabria, de suyo, es en buena lid el primer gobernante de la República Civil y con tal sentido ejerce su breve pero fructífero gobierno.

“Al descender del poder, una de las mayores satisfacciones que, como profesor universitario, puedo experimentar, es la de que mis discípulos comprueben que no he traicionado mis prédicas, ni como ciudadano ni como gobernante. Aquí estamos destruyendo el mito de que, al frente de los destinos del pueblo venezolano, maestros y universitarios no podrían jamás concluir en paz su mandato. Me siento orgulloso de que, habiéndose respetado con dignidad al poder militar, me haya cabido la honra de reivindicar a José María Vargas, y junto con él, a la majestad augusta del poder civil”, reza su alocución pronunciada en el acto de transmisión de poderes a Rómulo Betancourt en 1959.

En propiedad, sobre la base incluso de la experiencia o de la simbiosis cívico-militar provocada por los acontecimientos que llegaron a cristalizar en el señalado “espíritu del 23 de enero”, Sanabria, en efecto, es quien desanda la madeja que impedía la relación constructiva entre los militares y el sector civil venezolano: determinante de todo ese complejo proceso de transición –la estira y encoge entre políticos y los hombres de uniforme, para decirlo de algún modo– que se da entre 1936 y 1958.

“Comenzamos a eliminar la desconfianza absurda por culpa de la cual se miraban como adversarios el civil lleno de presagios y el militar inficionado de prejuicios”, ajusta el presidente interino, catedrático romanista quien supo entender a cabalidad su rol en la transición hacia la república civil y de partidos. Inició su perorata del 31 de diciembre de 1958, al despedir el año, con inolvidable frase medieval e hispana: A los que la presente vieren, ¡salud!

correoaustral@gmail.com

 

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