Aguiar: Ecuador y la cuestión del mal
Tres imágenes nos imponen a todos «discernir», más allá que de buenas a primeras susciten condicionamientos que abrumen, nublen el entendimiento; pues si así fuese, restaríamos en un mundo sin norte. El asalto por el narcoterrorismo a la nación ecuatoriana ha concitado la unidad nominal de su sector político parlamentario. Ninguno quiere verse retratado, ni siquiera Rafael Correa, al lado del «mal de la maldad»; y perdónenme los positivistas lógicos este giro. El presidente Daniel Noboa ha dictado un estado de conmoción interior.
A buen seguro que la izquierda progresista, agazapada, medra esperando que la acción militar de restablecimiento de la seguridad desborde, a fin de romper la unidad y señalar que la maldad misma reside en la fuerza pública. ¿O no es esto lo que sucedió bajo el gobierno colombiano de Iván Duque o el dilema que hoy plantean las cuestiones de Ucrania e Israel, cambiando lo cambiable?
Mas no es de desestimar, en igual orden, que las víctimas de los terroristas de la droga –el pueblo en su conjunto– animadas por el miedo, la rabia, el dolor naturalmente exacerbado, aspiren a que en Quito insurja otro Nayib Bukele. Noboa, por lo pronto, sabe de los límites de la ley y de la razón apegada a la lógica trascendental del espacio y del tiempo, mientras que Bukele concentra la suma total del poder –mando, dictado de la ley, aplicación de la justicia– al punto de ser quien determina, sobre todo y por todos, cuál es el foco de la maldad y la acción para su desarraigo.
La fórmula que resolvería el entuerto la ofrece, con talante zorruno, a la manera del Reineke de Goethe, el progresista y muy deconstructivo Gustavo Petro, presidente de Colombia. Sugiere legalizar a la criminalidad, borrar los artículos de los códigos penales que señalan conductas prohibidas y son fuentes del conflicto. Todo vale, nada es malo ni bueno, Dios ha muerto reiteraría Nietzsche, cuya obra, al cabo, pesa más en el ánimo del progresismo globalista que las enseñanzas de Antonio Gramsci, dirigidas a destruir las raíces culturales de Occidente; al paso, dejan a Marx en el desván de lo desechable. “La vida es voluntad del poder”, nada más, agregaría el primero. Gramsci ajustaría que, con la mentira a la mano, legalizando la ilegalidad, tal como lo denuncia Piero Calamandrei apuntando al fascismo.
Por si fuese poco, desde la misma Roma –referente del patrimonio intelectual judeocristiano– nos llegan noticias de nuevos sacerdotes excomulgados por desafiar al papado; acerca de la orden de remover el escudo de papa Ratzinger –guardián de la fe desde el papado de Juan Pablo II, quien acelera el derrumbe del comunismo– en las casullas del Vaticano; la imposición de castigo «salarial» a un cardenal y la destitución de un arzobispo, ambos norteamericanos, ¿disidentes, conservadores?; y la reacción de los obispos africanos contra el pedido papal de bendiciones a las parejas homosexuales, dado que rompe de raíz con la concepción tradicional que de la familia se tiene en África.
¿Presenciamos una resurrección del tiempo que siguiese a la caída del Imperio romano, como lo pretende el «neomedioevo» milenarista?: “Nos acompaña, una advertencia y una amenaza, un recordatorio permanente de la posibilidad de un Holocausto, y nos dice que estemos atentos, para poder identificar al Anticristo cuando llama a la puerta, incluso de civil, o ¿con uniforme militar»?, dice Umberto Eco. Pero el deconstructivismo medieval – como ocurre en el mundo de la arquitectura que abandona al constructivismo – se sostuvo sobre una columna, oculta, sí, la del cristianismo. Los conventos salvaban las enseñanzas clásicas, palancas para el renacimiento.
Los occidentales contemporáneos cultivamos la dispersión y celebramos la pulverización de lo social y lo político, empujados por la gobernanza digital sustitutiva, en el marco de un deconstructivismo sin columnas, de culto al relativismo, de narcisismos y virtualidades, de disfrute sensorial de la instantaneidad deslocalizada; esa misma que desprecia el traslado de las enseñanzas intergeneracionales y en cada lugar, bajo el mito del adanismo. “Prometeo – negado en esta hora nona – roba a Hefesto y a Atenea la sabiduría de las artes junto con el fuego […] y se la ofrece, así, como regalo al hombre”, escribe Platón.
He aquí lo central. Al tiempo bíblico y sus leyes universales, las del Decálogo, fuente de todas las religiones monoteístas y de los universales de la decencia humana, las inaugura el discernimiento entre el bien y la maldad. El retorno profano dentro de un mundo sin Dios, de paraísos y de dioses al detal sembrados por el mismo hombre sobre la Madre Tierra, pretende indicarnos que el nuevo absoluto, obligante para todos y a la fuerza, que conjura a la Causa de las causas y a la propia Chispa de Dios que justifica y explica a toda existencia, es la inutilidad del discernimiento. Entiende a la historia como aporía o crónica de los fracasos del hombre. Al paternalismo lo presenta como desviación de la conciencia, ya que todo nace y todo se extingue – si se nace o se aborta o se muere a destiempo – a discreción de cada uno, sujeto al ‘arbitrio arbitrario’ de cada voluntad. Todo estaría por hacerse.
Legándonos su ejemplaridad, Benedicto XVI les habla a los musulmanes en Alemania – ¿evocando la experiencia medieval?– para indicarles que “la Constitución redactada en la entonces República Federal Alemana en la posguerra –fundada sobre la dignidad de lo humano– es lo suficientemente sólida como para adaptarse a una sociedad plural en un mundo globalizado”. Antes, a los senadores italianos, como Cardenal, les observa alarmado que “Occidente siente un odio por sí mismo que es extraño y que sólo puede considerarse como algo patológico; Occidente sí intenta laudablemente abrirse, lleno de comprensión a valores externos, pero ya no se ama a sí mismo; sólo ve de su propia historia lo que es censurable y destructivo, al tiempo que no es capaz de percibir lo que es grande y puro”.
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