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Aguiar: El imperio de la mentira, como fisiología del poder

A propósito de la cuestión que nos ocupa, tengo presente la experiencia vivida a inicios de 1994, cuando se inaugura el segundo gobierno de Rafael Caldera e integro su Consejo de Ministros. Uno de mis colegas sugiere, el primer día, nos reuniésemos todos para analizar, debatir y concluir sobre las líneas a las que habría de atarse la administración que inaugurábamos en Venezuela. Mi respuesta, acaso ingenua, me resultaba elemental: – Llegamos al poder con un programa de gobierno, donde consta lo que hemos de hacer. Y al ras pregunté: ¿Hemos leído Respuestas a la crisis, cuya elaboración coordinó durante la campaña electoral Asdrúbal Baptista?

Vuelvo, pues, al importante ensayo de César Cansino sobre la posverdad: “Teorizando la posverdad. Claves para entender un fenómeno de nuestro tiempo”, inserto en el libro colectivo Fake News, ¿Amenaza ante la democracia? (2020), en el que a la par escribo sobre “Política e información en el Ecosistema digital”.  Me he detenido en algunas de las prédicas de aquél, pero imaginando el bosque, sin que me engañen los fenómenos rupturistas de nuestra contemporaneidad.

Entre otros muchos persisten la desconfianza social y en la política; el deshacer de lazos o vínculos culturales, para la forja de estadios adánicos en América Latina y de allí los forzados procesos constituyentes; la práctica del narcisismo digital; y lo vertebral al conjunto, a saber, la tolerancia de las «verdades a media» sin que sean vistas como desviaciones de la conducta.

A lo largo del período transicional transcurrido por Occidente (1989-2019), se da el desdibujamiento de la idea de la dignidad igual e inmanente de la persona humana. Sus responsables arguyen defender el derecho a la diferencia, incluso a costa del declinar de la experiencia de la democracia y de la vida dentro de los partidos como de las ideologías que a estos los animaran hasta finales del siglo XX. No es caso de las ideologizaciones de nuevo cuño usadas como mascarones de proa, como símbolos para estimular emociones; esas que hacen crecer los derechos y que las dictaduras del siglo XXI prometen tutelar, sin Estado de Derecho. Por si fuese poco, se sucede lo anterior en un contexto que abdica a la trascendencia y hace gala del valor de la inmediatez, que es de suyo irreligioso y en el que se cultivan “creencias” para sosiego hedonista, y para su explotación electoral. “Se han pulverizado los proyectos emancipatorios comunes” en el marco de una sociedad “hiperindividualizada” como la actual, refiere Cansino citando a Lipovetsky (1996).

Vayamos, pues, al denominador común que resume al conjunto y que al paso explica lo anterior como mi anécdota de apertura.

Son palmarias la crisis de la modernidad, el agotamiento del socialismo real y el final de la sociedad de masas para dar lugar a hombres-masa: – “Un tipo de hombre hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas y pobres abstracciones… Este hombre-masa es el hombre previamente vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado y, por lo mismo, dócil… Más que un hombre, es sólo un caparazón de hombre constituido por meres idola fori; carece de un «dentro», de una intimidad suya, inexorable e inalienable, de un yo que no se pueda revocar. De aquí que esté siempre en disponibilidad para fingir ser cualquier cosa. Tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que tenga obligaciones: es el hombre sin la nobleza que obliga –sine nobilitate-, snob”, como nos lo explica claramente La rebelión de las masas.

¿Qué fue lo primero o cuál el efecto determinante de tal decurso pulverizador o deconstructivo de lo humano racional?, es irrelevante especularlo. Lo esencial es que la revolución digital y la de la inteligencia artificial sumadas al empeño “neomarxista” –tras la orfandad que les significase el fracaso comunista a los militantes de la izquierda irredenta– de destruir los sólidos culturales en Occidente y empujar nuestras sociedades hacia la liquidez o la incertidumbre de que nos habla Zygmunt Bauman, al término unas y otros, polarizados, se tocan por las colas en la plaza de la posverdad. Recrean regímenes de la mentira.

Hacia aquella se lanzan quienes, presas del espejo y la contracultura del relativismo, dicen “sentirse” desencantados, reniegan de la condición humana y no solo de la ciudadana; con avidez conjuran los paternalismos; y se muestran indignados al no ver satisfecha su inflación de derechos –los prometidos como mitos movilizadores por traficantes de ilusiones que emulan al bufón o Joker, “la encarnación viviente de la cruel aleatoriedad del destino” y para quienes la verdad o las verdades no existen. Se crean al detal y a conveniencia. Un día se es humano y otro no, empero, como cultores de la ideología identitaria ante la pérdida de la identidad raizal y su verdad, optan todos por integrar a la Hermandad de los Mutantes: ayer comunistas, luego socialistas del siglo XXI, ahora progresistas.

Es la posverdad, lo admite Cansino, “un momento en que lo racional y lo objetivo ceden terreno a lo emocional… a partir de medias verdades o informaciones falsas”. El ejemplo le salta a la mano y su juicio, cuando menos, es auspicioso: “Todavía se sigue pensando –el autor hace su análisis a partir de Donald Trump, pero pudo incluir a Bukele– que hay algo insatisfactorio en el plano ético cuando se vende a un candidato como si se tratara de un refresco o una cajetilla de cigarros”.

La mercadotecnia política y, por adición, agregaría yo, la del comercio global digital en boga, donde los algoritmos se construyen para disparar y exacerbar los sentidos como la insaciabilidad del consumo, parte, antes bien, de la regla que critica el autor mexicano: “La legitimidad… no depende de la aptitud del político, en realidad su legitimidad está por construirse (reputación, branding, diferenciación del producto, propuesta única de venta)”. En esa estamos, ni que dudarlo.

correoaustral@gmail.com

 

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