Aguiar: España, en su hora agonal
Las recientes elecciones generales, las decimosextas celebradas en España desde la promulgación de la Constitución de 1978, le ofrecen a Hispanoamérica, desde donde las observamos y no solo a la península, una oportunidad crucial y ejemplarizante; acaso única para la construcción de un nuevo modelo de consensos que mejor se mire en las realidades inevitables del siglo XXI y, a su vez, que logre salvar el patrimonio o las esencias del pensamiento judeocristiano y grecolatino que nos otorga identidad y que tantos golpes deconstructivos ha recibido en Occidente, a partir de 1989.
En una primera mirada, ajena al narcisismo digital como a los oportunismos y las trincheras del poder clientelar, los españoles han votado, de forma determinante, en 64,75% -según la fuente del NYT– por sus partidos históricos, el Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Y esa es una buena noticia. Sólo podrán entenderla como tal las mentes mejor amobladas de la política, que estén ejerciendo como políticos mirando a los ojos de los españoles de siempre y los del porvenir, hijos de la Hispania que supo negarse al Derecho divino de los reyes y optó por darse –lo recordaba Agustín de Argüelles en las Cortes gaditanas– reyes capaces de servir a sus gentes y que las mismas gentes pudiesen revocarles su mandato.
Es una buena noticia desde la perspectiva de nuestros países hispanos o iberoamericanos –incluyamos como dato ajeno, a la sazón, a Italia– donde los partidos históricos del siglo XX se han pulverizado. Se transformaron en franquicias políticas al detal, por efecto de esa deconstrucción que impulsara el gran «quiebre epocal», cuando coinciden el final del comunismo o socialismo real, la apertura de la Puerta de Brandemburgo, y las revoluciones de lo digital y de la Inteligencia Artificial (IA).
Los efectos los han sufrido el Estado moderno y la idea de la nación que le sirve a este como continente y contenido, durante ese ciclo de treinta años que se cierra con la pandemia de 2019. En nuestro caso, en el de los causahabientes americanos de España –hoy avergonzados de sus orígenes– ha sido el tiempo de la orfandad ciudadana, de la destrucción de memorias –quema de iglesias y derrumbe de la estatuaria colombina– en medio de esos arrestos adánicos predominantes en la población.
La lápida o acaso el cañonazo anunciador de otro ciclo histórico que bien puede abrirse en España, sea el aldabonazo la guerra de Rusia contra Ucrania en las puertas que nos separan a los occidentales del Oriente de las luces. ¿Serán capaces de mirar con ojo agudo y reposada conciencia el resultado electoral señalado los líderes del PP y del PSOE?
Salvo la mala copia o el rey desnudo, nada queda de lo que fuesen en Venezuela los pares de los partidos españoles, Acción Democrática y el Partido Social Cristiano Copei. Son piezas de museo antropológico los partidos conservador y liberal colombianos, como los argentinos radical y peronista. Y también, justamente, la DC de Giulio Andreotti o el Partido Socialista de Bettino Craxi, modeladores políticos en Occidente desde la Segunda Gran posguerra.
Era y es explicable que, en un ambiente de desmaterialización social e institucional, en el que privan la inseguridad –al perderse las seguridades del Estado de Derecho– y, de suyo, la rabia y el miedo colectivos, nuestros exciudadanos modernos hayan terminado como presas del mesianismo, el populismo, el tráfico de las ilusiones. Y así emergió, no de otra manera, el teatro fingido de democracia o posdemocracia, con catálogos inagotables de derechos imposibles de tutelar y elecciones que por rutinarias se han vuelto banales y sinsentido.
El mundo de las redes y el periodismo subterráneo, propalador de fake news, que reduce la política a los grupos de WhatsApp, ha servido y aún sirve de liberador de ansiedades; pero sólo sirve para ello, pues sus algoritmos se construyen a partir de los sentidos, no le abren espacios a la razón. Le restan al usuario o internauta el poder de discernir, de escoger, de decidir. Y, repito, tras 30 años de deconstrucción en marcha, de “destapes” sin acotación alguna, las mayorías, después del COVID-19 y la guerra en Ucrania –que se inicia en 2014 y nos damos por enterados en 2022– parecen mostrarse agotadas, piden alcabalas de sosiego. Es eso, como lo creo, lo que indican los resultados electorales en España.
Poco o nada se recuerda que los Pactos de La Moncloa en algo bebieron del Pacto de Puntofijo venezolano, forjado en 1959, conocido a profundidad por el titán Manuel García Pelayo, treinta años antes del fin de la bipolaridad mundial y del inicio del agotamiento del sistema de partidos. En Caracas se forja la Constitución de 1961, inmejorable, la de mayor duración y que les diera a los venezolanos su modernización. Pero sus excelencias mal podían ocultar las insuficiencias para el tiempo nuevo, de allí el proyecto de reforma aprobado por la Comisión Bicameral que al efecto designó el Congreso de la República.
Sin embargo, los enconos y desafectos que emergiesen al calor del quiebre epocal señalado, la frenaron, para no darle mérito alguno a sus autores. La ruptura constituyente, el pecado original de 1999, por defecto hizo de Venezuela tierra arrasada.
El PP y el PSOE, por lo visto, están llamados a liderizar juntos la forja de consensos sociales renovados tras la fractura de los afectos que domina en la escena política de la Madre Patria. Sin aquellos, el andamiaje del Estado y de la misma Constitución pierden toda fortaleza y los poderes del Estado medrarán prisioneros de los extremismos.
En la Venezuela de 1959, sus líderes, antes que gobernar se ocuparon de ponerle fin a la «saña cainita» para darle piso al orden constitucional que luego forjaron, sin mengua del antagonismo partidario indispensable y cuyo límite era ese, la responsabilidad de sostener la gobernabilidad y ejercer una gobernanza democrática sin mentiras ni traiciones.
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