Aguiar: La Venezuela germinal
A un año del 19 de abril de 1810, fecha que fijará la emancipación política de Venezuela, la Gaceta de Caracas muestra la nómina de los 74 vecinos del Departamento de la Ciudad de Caracas a la que se suman el comandante, oficiales y sargentos del Batallón de Veteranos, quienes hacen donativos con motivo de la “Invasión intentada por Miranda” para frenarla. Asimismo, para atender las urgencias del Estado en Europa. Se trataba, en el último caso, de auxiliar a los hermanos españoles enfrascados en la guerra de independencia llamada “la francesada”, respuesta coaligada de España y el Reino Unido ante la invasión napoleónica a partir de 1808.
Entre los que se suman a la causa de rechazar que Napoleón Bonaparte impusiese el reinado de su hermano José I en defecto de Carlos IV y su hijo Fernando VII y a la par conjurar el intento precursor libertario mirandino, cuentan el Conde de S. Xavier, Juan Javier Mijares de Solórzano y Pacheco; el Conde de la Granja, Vicente Melo de Portugal y Heredia; y el Conde de Tovar, Martín de Tovar y Blanco, cabezas de la nobleza caraqueña. El último, cuñado del Conde de S. Xavier, en yunta con su suegro Juan Nicolás de Ponte y Mijares de Solórzano, a la sazón son quienes lapidan socialmente a Santiago de Miranda, padre de Francisco, acusándole de “mulato, encausado, mercader, aventurero, indigno”, como lo cuenta Arístides Rojas.
Lo que importa saber es que a la semana de instalada la Suprema Junta que vino a gobernar a Venezuela con el título de Alteza y de la que es miembro el hijo del Conde de Tovar, Martín Tovar Ponte, tal “cuerpo depositario provisional de la Soberanía” recibe ofertas dinerarias de hacendados y ganaderos libres de prosapia. Otro es el tiempo. Allí están los Malpica, los Santana, los Cabrera, los Ugarte, los Martínez. Hasta un Juan Álvarez, sin precisar límites, ofrece “su persona, y todo cuanto tiene” para que llegue a buen puerto la experiencia emancipadora.
Ese proceso, animado celosamente por la idea de la libertad –a la que después se negará el Libertador Simón Bolívar desde Cartagena, en 1812, por considerar que no estábamos preparados para tanto bien– tuvo conceptos precisos. Encuentran parentela con el pensamiento de Miranda, ya que rechaza toda posibilidad de jacobinismo a propósito de la brega por la Independencia que le sigue.
¿A qué libertad se aspiraba y cómo se la entiende?
“Cuando las sociedades adquieren la libertad civil que las constituye tal es cuando la opinión pública recobra su imperio y los periódicos que son el órgano de ella adquieren la influencia que deben tener en lo interior y en los demás países donde son unos mensajeros mudos, pero veraces y enérgicos, que dan y mantienen la correspondencia recíproca necesaria para auxiliarse unos pueblos a otros”, se lee en la Gaceta de Caracas de 27 de abril de 1810.
Los redactores de esta precisan, aquí sí, que estarán “lejos de nosotros aquellos talentos desgraciados y turbulentos que nacieron para el mal de la sociedad”. ¿A quiénes se refiere?
La Venezuela de 1810 es una Venezuela esencialmente reformista, ajena a la ambición desmedida pero no de quietud, pues cree que “una tranquilidad completa y una sangre fría inalterable” son los síntomas de esa indiferencia moral que sólo puede producir “un frenesí revolucionario”. Y es cuando los pueblos, lo señala dicha narrativa, “cae en un letargo y se duerme bajo el sable del despotismo militar”.
De modo que, claras nociones para rehacer a una sociedad que aspira a su madurez y entiende llegado el instante propicio, las hubo, como la mencionada “libertad de imprenta”, como se la titulaba y a la que antecede otra cuyo génesis cristaliza durante el alzamiento caraqueño contra la monopólica Compañía Guipuzcoana que lidera el comerciante canario Juan Francisco de León en 1748. Se le castigará severamente y su casa sita en La Candelaria es derrumbada y su suelo sembrado de sal, situándose allí el poste de la ignominia.
Aspiran los repúblicos de 1810 a “que los primitivos propietarios de nuestro suelo –los indígenas– gozasen antes que nadie de las ventajas de nuestra regeneración civil”. Son cuidadosos al advertir –lo dice la proclama de la Junta dirigida a “las provincias unidas de Venezuela” invitadas a sumarse a la causa, a las que se les pide más que unidad espíritu de “fraternidad”– que pocos han asumido el poder por “la urgencia y precipitación propias de estos instantes” y para la seguridad común, pero convencidos de que sostenerla sería una “usurpación insultante”. Por lo que proponen, en lo inmediato, apelar a un mecanismo representativo que les someta a “la obediencia debida a las decisiones del pueblo” y “con proporción al mayor o menor número de individuos de cada provincia”.
Por encima de todo, lo que ata como ideario al movimiento germinal de la Venezuela emancipada, condicionante del resto es, justamente, el reconocer y reclamar como derechos sagrados los de la humana naturaleza, a fin de “disponer de nuestra sujeción civil” y forjar una común “autoridad legítima”.
La enseñanza no se hace esperar. Es pertinente a lo actual venezolano. La predicada fatalidad del gendarme necesario o del césar democrático que enraiza en nuestro subconsciente con la prédica de Laureano Vallenilla Lanz, plagio de la literatura francesa bonapartista, es ajena a nuestro ser y orígenes. La instalan Bolívar y su relato, obra de las circunstancias sin lugar a duda y la inevitable guerra fratricida cuyo saldo ominoso explica a su tío, Esteban Palacios, desde el Cuzco, en 1825: “Usted se preguntará a sí mismo ¿dónde están mis padres?, ¿dónde mis hermanos?, ¿dónde mis sobrinos? Los más felices fueron sepultados dentro del asilo de sus mansiones domésticas; y los más desgraciados han cubierto los campos de Venezuela con sus huesos; después de haberlos regado con su sangre…”, reza su Elegía. Y la razona arguyendo la justicia, no la libertad.
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