Ahora comienza el proyecto de McConnell para reducir la influencia de Trump en el GOP
Uno de los muchos rasgos admirables del líder de la minoría del Senado, Mitch McConnell, es que no le interesa ser admirado. Utiliza su comportamiento para disfrazar el hecho de que tiene sentimientos normales y, por tanto, podría agradecer la aprobación pública de sus decisiones. Sin embargo, no toma decisiones públicas con el objetivo de agradar a los ciudadanos. Su voto negativo de 2006 fue decisivo para impedir que el Congreso enviara a los estados para su rápida ratificación una enmienda constitucional popular que habría anulado la sentencia del Tribunal Supremo que establece que la quema de banderas es una expresión política protegida por la Constitución.
McConnell sabía que si votaba el sábado a favor de la condena de Donald Trump, habría sido elogiado, brevemente, por muchos de sus detractores, que son legión. Como es el conservador más consecuente desde Ronald Reagan, su voto habría iniciado un proceso con el que está comprometido, el de convertir a Trump en un personaje intrascendente. Pero no ha llegado el momento. Al igual que el autor del Eclesiastés, el líder de la minoría del Senado sabe que todo tiene su tiempo.
El argumento de McConnell contra el juicio político a un ex presidente es: El juicio político es «una herramienta estrecha para un propósito estrecho»: «proteger al país de los funcionarios del gobierno». Por lo tanto, Trump «no es constitucionalmente elegible para ser condenado», y condenarlo podría implicar un poder del Senado, sin «ningún principio limitante», para «condenar e inhabilitar [para ocupar cargos públicos] a cualquier ciudadano privado.»
Con parsimonia característica en cuanto a dar información sobre sus sentimientos, McConnell sólo dijo que si Trump siguiera en el cargo presidencial, él, McConnell, «habría considerado cuidadosamente» los argumentos para la condena. Palabras precedentes de McConnell, sin embargo, indican ese voto de condena: Trump alimentó a sus partidarios con «falsedades descabelladas» que le hacen «práctica y moralmente responsable» de los hechos del 6 de enero, que fue «una consecuencia previsible» de «declaraciones falsas, teorías de la conspiración e hipérboles imprudentes» , así como una «atmósfera fabricada de catástrofe inminente», todo ello «orquestado» por Trump, que luego «fingió» sorpresa por el comportamiento de su gente, mientras «miraba felizmente la televisión.»
McConnell sabe que el control de Trump sobre la base republicana -su núcleo activista, que es desproporcionadamente fundamental en las primarias para la elección de candidatos- sigue siendo importante. Pero no es inquebrantable. Trump podría tener pronto un encuentro con los fiscales del Distrito Sur de Nueva York. (Mientras explicaba su oposición a que el Senado condenara a Trump, McConnell señaló con agudeza que «el juicio político nunca debió ser el foro final de la justicia estadounidense», y que «tenemos un sistema de justicia penal» y «de litigios civiles»). Los posibles problemas de Trump, tanto legales como financieros, podrían reducir su estatura a los ojos de sus partidarios, todavía hipnotizados. McConnell sabe, sin embargo, que el trabajo pesado que supone reducir la influencia de Trump debe hacerse desde la política.
Tiene los ojos puestos en el premio: 2022, quizá el año electoral no presidencial más crucial de la historia de Estados Unidos. Podría determinar si el Partido Republicano puede ser un participante verosímil en las saludables oscilaciones de un sistema bipartidista normal.
En las primarias republicanas al Senado para los escaños vacantes en Ohio, Pensilvania, Carolina del Norte, Alabama y quizás en otros lugares, y también contra actuales titulares del Senado -y en el desafío a la representante Liz Cheney (Wyo.), tercera en el liderazgo de la Cámara de Representantes republicana, que votó a favor de la destitución- Trump probablemente apoyará a seguidores incondicionales. Ellos imitarán su retórica sulfúrica y, si son nominados, muchos perderán en las elecciones de noviembre.
McConnell recuerda, como pocos lo hacen, los nombres de Christine O’Donnell, de Delaware («me metí en la brujería», pero «no soy una bruja«), Todd Akin, de Missouri («la violación legítima» no causa embarazo), Richard Mourdock, de Indiana (una mujer embarazada por su violador lleva un «regalo de Dios»), Sharron Angle, de Nevada (los «remedios de la Segunda Enmienda» -o sea el derecho ciudadano a portar armas de fuego- podrían curar las deficiencias del Congreso) y otros que ganaron las primarias y luego dilapidaron las candidaturas republicanas al Senado en 2010 y 2012. Esto fue antes de que McConnell comenzara a manejar los recursos del partido nacional en defensa de sus intereses, frente a las decisiones de los partidos estadales.
Un voto de McConnell para condenar a Trump el sábado habría facilitado a los acólitos del expresidente presentar las próximas contiendas intrapartidarias de 2022 como opciones binarias Trump-vs. McConnell. Nadie detesta a Trump con la amplitud y profundidad de McConnell, lo que incluye el desprecio de un profesional por un diletante, por un mero aficionado. Los entusiastas de Trump son tan hostiles a McConnell como los progresistas. Él es igualmente impermeable a la desaprobación de ambas facciones.
La oración del capellán del Senado que abrió el primer día del juicio político incluyó una conocida estrofa de un poema de James Russell Lowell de 1845, escrito durante los acalorados debates nacionales sobre la esclavitud y la inminente guerra con México: «A cada hombre y nación les llega un momento de decidir, / En la lucha de la Verdad con la Falsedad, entre el lado bueno o el malo«. Sin embargo, un «momento» político puede ser un proceso prolongado, como entiende McConnell, que tituló sus memorias de 2016 «The Long Game» (El juego prolongado).
McConnell knew that if he voted on Saturday to convict Donald Trump, he would have been lionized, briefly, by many of his detractors, who are legion. Because he is the most consequential conservative since Ronald Reagan, his vote would have begun a process to which he is committed, that of making Trump inconsequential. But the time is not quite ripe. Like the author of Ecclesiastes, the Senate minority leader knows that to every thing there is a season.
McConnell’s argument against impeaching a former president is: Impeachment is “a narrow tool for a narrow purpose” — “to protect the country from government officers.” Hence Trump “is constitutionally not eligible for conviction,” and convicting him might imply a Senate power, with “no limiting principle,” to “convict and disqualify [from holding public office] any private citizen.”
With characteristic parsimony regarding information about his feelings, McConnell said only that were Trump still in office, he, McConnell, “would have carefully considered” arguments for conviction. McConnell’s preceding words, however, indicate such a vote to convict: Trump fed his supporters “wild falsehoods” making him “practically and morally responsible” for Jan. 6, which was “a foreseeable consequence” of “false statements, conspiracy theories and reckless hyperbole” and a “manufactured atmosphere of looming catastrophe,” all “orchestrated” by Trump, who then “feign[ed]” surprise about his mob’s behavior, as he “watched television happily.”
McConnell knows that Trump’s grip on the Republican base — its activist core, which is disproportionately important in candidate-selection primaries — remains unshaken. But not unshakable. Trump might soon have a bruising rendezvous with the prosecutors in the Southern District of New York. (While explaining his opposition to the Senate’s convicting Trump, McConnell pointedly noted that “impeachment was never meant to be the final forum for American justice,” and that “we have a criminal justice system” and “we have civil litigation.”) Trump’s potential problems, legal and financial, might shrink his stature in the eyes of his still-mesmerized supporters. McConnell knows, however, that the heavy lifting involved in shrinking Trump’s influence must be done by politics.
He has his eyes on the prize: 2022, perhaps the most crucial nonpresidential election year in U.S. history. It might determine whether the Republican Party can be a plausible participant in the healthy oscillations of a temperate two-party system.
In Republican Senate primaries for open seats in Ohio, Pennsylvania, North Carolina, Alabama and perhaps elsewhere, and against Senate incumbents, too — and in the challenge to Rep. Liz Cheney (Wyo.), third-ranking in the Republican House leadership, who voted to impeach — Trump probably will endorse acolytes. They will mimic his sulfuric rhetoric and, if nominated, many will lose in November.
McConnell remembers, if few others do, the names of Delaware’s Christine O’Donnell (“I dabbled into witchcraft,” but “I’m not a witch”), Missouri’s Todd Akin (“legitimate rape” does not cause pregnancy), Indiana’s Richard Mourdock (a woman made pregnant by her rapist is carrying a “gift from God”), Nevada’s Sharron Angle (“Second Amendment remedies” might cure Congress’s shortcomings) and others who won and then squandered Republican Senate nominations in 2010 and 2012. This was before McConnell began wielding the national party’s resources in defense of its interests in state parties’ decisions.
A McConnell vote to convict Trump on Saturday would have made it easier for the ex-president’s minions to cast the coming 2022 intraparty contests as binary Trump-vs.-McConnell choices. No one’s detestation of Trump matches the breadth and depth of McConnell’s, which includes a professional’s disdain for a dilettante. Trump enthusiasts are as hostile to McConnell as progressives are. He is equally impervious to the disapproval of both factions.
The Senate chaplain’s prayer that opened the impeachment trial’s first day included a familiar stanza from James Russell Lowell’s 1845 poem written during heated national debates about slavery and the looming war with Mexico: “Once to every man and nation comes the moment to decide, / In the strife of Truth with Falsehood, for the good or evil side.” A political “moment” can, however, be a protracted process, as McConnell, who titled his 2016 memoir “The Long Game,” understands.