Al agua debemos solícito amor
¿Cómo no mostrar escepticismo ante los resultados de la Conferencia de las Naciones Unidas para el Agua, clausurada en Nueva York, cuando sabemos que desde la primera, celebrada en Mar del Plata ¡hace casi medio siglo! el planeta no paró nunca de degradarse mientras se sucedían reuniones tras reuniones, y que el éxito de las resoluciones adoptadas dependerá de un stablishment más bien reticente a considerar el asunto con seriedad?
El cambio climático (que algunos insiste en negar) y la gerencia errática de los recursos hídricos se combinaron en este lapso para amasar una población de 2.5 millardos de personas en regiones donde el líquido escasea, haciendo del tema un urgentisimo problema económico y político más que mero asunto sanitario.
Porque tres de cuatro desastres naturales se relacionan ahora con el agua, como las inundaciones periódicas en Bangladesh y Pakistán, las sequías devastadoras del Cuerno de África y los incendios forestales en el sur de Europa y los Estados Unidos.
Y por eso habría que hacer el máximo para justificar el júbilo que los líderes del Pacífico han expresado ante resoluciones que podrían frenar el ascenso del océano que amenaza a exóticos micro-estados, como Nauru y Kiribati, o Vanuatu, cuyo Primer Ministro las exalta como “una victoria de épicas proporciones para la justicia climática”.
Además, el deterioro ecológico explica en parte el crecimiento de la concentración urbana, con su lógica demanda de un suministro estable y saludable, que debería incrementarse hasta en 30% al horizonte de 2050 cuando algunas regiones serán, sencillamente, inhabitables para los sectores sociales más vulnerables.
En consecuencia, el manejo del recurso debería optimizarse con sistemas eficaces de irrigación, la cosecha de lluvias, la conservación de suelos y el desarrollo de cultivos más resistentes a la sequía y las inundaciones; un reto de magnitud colosal para una comunidad internacional concentrada en atizar focos de conflicto que devoran los esfuerzos que requiere la instrumentación de programas ambientales cada vez más complejos.
Y es que la vinculación entre el papel del agua y el cambio climático y la necesidad de un enfoque global más que local, pareciera escapar aún al mundo científico y los círculos diplomáticos, como evidenció la parquedad sobre su impacto societal del documento emanado de la COP27 de Sharm el-Sheikh y la insistencia en soluciones desfasadas, ignorando los logros de los pueblos autóctonos para ensamblar las estructuras de almacenamiento con los ecosistemas locales a fin de mejor resistir el impacto de los elementos.
Por ejemplo, la experiencia del trazado de carreteras en Nueva Zelanda, reseñada por PLANETA VITAL en enero de 2022, apoyada en la mitología del pueblo maorí, fruto a su vez de la observación empírica del régimen de lluvias, cuyo acatamiento cimentó la colaboración entre autoridades y jefes indígenas, traduciéndose en ingentes ahorros para el contribuyente.
Es una relación de mutuo beneficio, pues la administración eficaz del agua podría reducir las emisiones de efecto invernadero, como sucede en los arrozales de Vietnam, según registró también PLANETA VITAL en abril de 2022, gracias al empeño de la llamada Dama del Arroz, la doctora Nguyen Thi Tram, que cotejó cientos de variedades endógenas e importadas hasta conseguir el grado idóneo de termo-sensibilidad genética que permite hasta tres cosechas anuales a temperaturas superiores a las existentes en el delta del Río Rojo.
En conclusión, más que el llamado al altruismo y la buena voluntad, quizás serán razones económicas las que promuevan las anheladas soluciones; como es el caso de los Estados Unidos que han decuplicado cada dólar invertido en adaptación, o en el África sud-sahariana donde se calcula que el gasto en el manejo de las aguas es más de diez veces menor al que hubiese producido la inacción, en términos de cosechas perdidas, atención a desastres y recuperación tras inundaciones y sequías.
Pese a la incredulidad queda entonces un resquicio para la esperanza, si los Estados honran los compromisos que aceptaron en la COP15 de Copenhague en 2009 y que hacia el agua fluya más dinero que el ridículo 3% anual destinado hoy a los fondos climáticos, generando beneficios y estimulando la codicia, motor secular de nuestra civilización.
Winterthur, abril de 2023.