Alberto Barrera T: México y el fantasma de Hugo Chávez
CIUDAD DE MÉXICO — Andrés Manuel López Obrador lo conoce mejor que nadie. Ha tenido que lidiar con la presencia de Chávez demasiadas veces. En la campaña electoral de 2006 tuvo que enfrentar una estrategia publicitaria que, asociándolo al difunto presidente venezolano, lo señalaba como “un peligro para México”. En las elecciones de 2012 también pasó lo mismo. Se hizo famoso un volante, distribuido por todo el país, donde aparecían los dos líderes, casi a punto de beso, con la curiosa leyenda “Por fin juntos”. Esta vez, nuevamente, han aparecido propagandas que comparan a AMLO con Chávez. Y, al igual que en las dos contiendas electorales anteriores, no ha faltado alguna denuncia que sostiene que la campaña del tabasqueño es financiada por el gobierno de Venezuela. Sin embargo, al menos según las encuestas, parece que la mayoría de los mexicanos ya no le temen al fantasma de Hugo Chávez.
¿Qué falló esta vez? ¿Acaso el fracaso de los gobiernos del PRI y del PAN ha sido más poderoso que el temor a la supuesta izquierda radical? ¿La invocación al virus del populismo ya no tiene ningún efecto? ¿Por qué el trágico ejemplo de Venezuela ya no funciona como amenaza? ¿O es que, en realidad, finalmente, AMLO y Chávez no se parecen tanto, no son la misma cosa?
En rigor, las diferencias entre ambos dirigentes son notables. Hugo Chávez era un teniente coronel que trató de tomar el poder por las armas. Llegó a la política porque fracasó con la violencia. Antes de ser presidente, jamás ocupó un cargo público. Tenía más experiencia como animador o comentarista de radio que como líder político. Nunca dejó de ser un militar. En sus primeros meses de gobierno, en 1999, aseguró que no creía en los partidos, que él gobernaría con los militares. Y eso fue lo que hizo.
La trayectoria de López Obrador es absolutamente diferente. Es un líder que nació y se forjó en las cavernas del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que ha recorrido un largo trayecto en la política, tanto dentro de los partidos en los que ha militado como en las diversas funciones de Estado que ha ejercido. AMLO no viene del uniforme y de la obediencia ciega. Viene del fracaso y de la negociación. No es poca cosa.
Tampoco los contextos nacionales en que ambos han surgido son similares. Por supuesto que los dos países han compartido a lo largo de su historia las mismas tragedias: desigualdad, pobreza, corrupción, impunidad, violencia… pero Venezuela es realmente el único Estado petrolero de toda Latinoamérica. Esto determinó, hasta hace muy poco, una idea particular de los venezolanos sobre temas tan simples como la riqueza, el trabajo y el Estado.
Chávez jamás pensó que era necesario producir riqueza. Creía que la riqueza ya existía, que brotaba naturalmente del fondo de la tierra, que solo era necesario saber repartirla. Chávez vivió del Estado desde que nació hasta que murió. Incluso durante todos los años que estuvo conspirando, siguió siendo un soldado, el Estado lo financiaba. Ya se sabe: el poder de un petro-Estado es absoluto. Quien lo controle, controla la economía y la vida social del país. Chávez se hizo presidente para poder dar el golpe que ya había intentado. Pero lo hizo entonces con más eficacia: desde el Estado.
México es un país mucho más complejo, con otras dimensiones, con una economía mucho más variada y potente, con protagonistas y relaciones de poder más firmes, menos dependientes del Estado. Hay un México productivo, comercial, turístico, que no necesariamente depende de la política; hay un país ciudadano, organizado, profesional, que vive y avanza más allá de quien esté en Los Pinos. Es cierto que ocupar la presidencia y dominar el Congreso supone controlar un poder importante, pero México —aunque muchos ciudadanos no lo crean— tiene muchas y mayores defensas ante cualquier pretensión personalista. El caudillismo se alimenta de las simplezas. En su propia diversidad, México tiene su mejor resistencia.
Obviamente, también hay muchas cosas en las que AMLO y Chávez coinciden. Chávez también estaba convencido de que no había sido elegido para hacer un buen gobierno, sino para sacudir la historia. Al igual que AMLO, tenía una fascinación por sí mismo y por su papel heroico en la vida del país.
AMLO no cree que los mexicanos votarán para que él cambie algunas cosas y administre mejor el Estado durante seis años. No. Él se siente convocado a una tarea más épica. Cree que lo van a elegir para que haga la “cuarta revolución”, para que transforme la historia. Lo que sigue todavía es más peligroso: AMLO, al igual que Chávez, vende la tentadora y suicida promesa de que realizar esta transformación es muy fácil. Que es una faena que, además, está irremediablemente ligada a su persona, a su buena voluntad. Es un ejercicio egocéntrico que pretende sustituir la política con magia, que supone por ejemplo que, aunque esté rodeado de corruptos, la sola presencia de AMLO en la presidencia garantizará que no habrá corrupción durante su mandato. Esos espejismos sirven para ganar elecciones pero no para gobernar.
Los mexicanos, hartos del PRI y del PAN, parecen haber optado por la sencilla ecuación de darle la oportunidad a un tercero, de premiar la terca persistencia de AMLO. La campaña electoral ha sido larga, muchas veces mediocre. Con más sangre que ideas. Cuarenta y tres candidatos o precandidatos han sido asesinados durante este proceso electoral. Meade y Anaya no han podido sobrevivir a los respectivos pasados que ambos representan. También han demostrado que no se puede abusar de los fantasmas.
Venezuela ahora exporta más migrantes que petróleo. Los venezolanos llevamos dentro un apocalipsis y es natural que vayamos por todos lados viendo nuestro horror, tratando de narrarlo. Pero es muy difícil que AMLO pueda convertir a México en otra Venezuela. Es imposible que suprima su heterogeneidad, que le dé a los militares un protagonismo absoluto en la vida pública.
Más poderosa que AMLO como presidente es la sociedad mexicana. Si algo puede aprender de Venezuela es a no repetir sus errores, a no engancharse mediáticamente en un juego narcisista con el nuevo presidente, a no poner a girar al país a su alrededor. Tanto la oposición política como la sociedad civil deben, por el contrario, apoyar y seguir construyendo espacios y relaciones de poder ciudadano, reforzar ese otro país, diverso, productivo e independiente, cuya utopía es un gobierno eficaz y decente.
Los mexicanos tienen sus propios fantasmas. Ellos también saben de revoluciones. La última produjo una institución que se mantuvo, de forma perversa, durante setenta años en el poder.