Alberto Barrera Tyszka: Los vecinos incómodos de Venezuela
CIUDAD DE MÉXICO — En la asamblea general más reciente de la Organización de los Estados Americanos (OEA), realizada esta semana en Washington, se aprobó una resolución que señala que las pasadas elecciones presidenciales de Venezuela “carecen de legitimidad”. De la misma manera, se insta a los países miembros a tomar “las medidas que estimen convenientes a nivel político, económico y financiero para coadyuvar al restablecimiento del orden democrático” en Venezuela.
No solo es un mensaje contundente para el gobierno de Nicolás Maduro. También es un mensaje dirigido al liderazgo de la oposición. No hay salidas instantáneas. No se aceptan descaradas farsas electorales ni invasiones militares. Pero obviamente tiene que haber una solución. La internacionalización del conflicto venezolano ya es una emergencia física. La reunión de la OEA demostró que ya se ha concluido el tiempo de los aficionados, de la retórica infantil. El simulacro de la Revolución se acabó. Ahora solo queda enfrentar la tragedia.
El discurso oficial del chavismo se ha quedado incluso sin humor. El fracaso de la ironía también es un síntoma. Intenta el sarcasmo y falla. Eso le ocurrió al canciller Jorge Arreaza en varias oportunidades durante la reunión de la OEA. Cuando ensayó un comentario sardónico, a propósito de la corrupción, para descalificar al gobierno de Perú y al llamado Grupo de Lima, nadie sonrió, la audiencia permaneció seria y severa. Probablemente todos ya habían visto el video donde Euzenando Azevedo, director durante años de Odebrecht en Venezuela, confiesa ante la fiscalía del Brasil que le dio a Nicolás Maduro 35 millones de dólares para su campaña electoral de 2013.
Lo mismo le pasó al ministro para la Comunicación y la Información Jorge Rodríguez cuando, en una rueda de prensa, trató de burlarse de la resolución de la OEA citando una frase del Chavo del Ocho. El chiste no funcionó. Ni siquiera los periodistas aliados, quienes tienen chance de hacer preguntas en esas jornadas, lo acompañaron con una sonrisa.
Pero el caso más extremo, sin duda, es el del propio Maduro. En un acto en Caracas, donde por supuesto le entregó al canciller una réplica de la espada de Bolívar, intentó en varias oportunidades mostrarse divertido, feliz. Todo fue inútil. La reproducción de un viejo video del cantante cubano Carlos Puebla le dio todavía más patetismo al acto. Como si todo fuera una pobre recreación del pasado, una alegría artificial y ajena, una risa forzada. Cada vez que Maduro trata de ser mordaz o satírico se produce de inmediato un vacío. Se trata de un indicador no estadístico pero letal: la revolución perdió la gracia.
Años atrás tal vez hubiera funcionado toda la arenga que usó Jorge Arreaza para tratar de culpar a Estados Unidos de la crisis humanitaria del país. Pero ahora es insostenible. Basta recordar, por ejemplo, que hace exactamente diez años se descubrieron en Venezuela más de 120 mil toneladas de comida podrida, abandonada en contenedores o, peor aún, enterrada en varios lugares del país. Era una evidencia grosera de una enorme corrupción gubernamental y, sin embargo, en ese momento, el chavismo en bloque no permitió ninguna investigación sobre el caso. En la asamblea, cualquiera habría podido preguntarle al canciller Arreaza si en el año 2008 el imperialismo estaba de vacaciones.
De la misma forma, quizás antes hubiera sido más eficaz la prédica del canciller en contra de la violencia, la pretensión de endilgarle a la oposición (siempre de “derecha”) todos los muertos por las protestas populares que hubo en Venezuela hace un año. Ahora ya no es tan sencillo. Hay demasiados datos, de diversas organizaciones y con distintas fuentes, que demuestran la represión salvaje con la que ha actuado el gobierno de Maduro. El solo caso de la Operación de Liberación del Pueblo (OLP) es suficiente para desactivar la farsa discursiva del chavismo: entre 2015 y 2017, los cuerpos de seguridad, autorizados por el gobierno de Maduro, asesinaron a 505 personas en supuestos operativos de seguridad.
De eso tampoco habla el canciller Arreaza en la OEA. Su error consiste en pensar que nadie más lo sabe, en que se puede seguir mintiendo impunemente. Por eso la respuesta de Roberto Ampuero fue tan determinante y demoledora. El canciller chileno diseccionó el discurso de Arreaza, enumeró los insultos y las descalificaciones proferidas a los otros miembros de los países ahí reunidos para desnudar su autoritarismo: “Si esta es la forma en la que el canciller Arreaza trata a personas diplomáticas, imagínense ustedes cómo trata a los venezolanos”.
Chávez resucitó la retórica de los años sesenta y Maduro la está volviendo a enterrar. El gobierno venezolano no solo ha saqueado las riquezas del país, también ha malversado la herencia simbólica que tenía. Su discurso ya no sirve para enfrentar la presión internacional. El chavismo también es una lengua fallida.
Pero la resolución de la OEA no solo atañe al sector oficial del país. También es un mensaje claro para una dirigencia opositora que ha perdido el rumbo y la voz. Después de casi veinte años, aun con todas las dificultades que supone enfrentar una proyecto totalitario, es inadmisible que los líderes de la oposición continúen enfrentados, empeñados en aprovechar pequeñas oportunidades de protagonismo, en vez de dedicarse a construir una plataforma unitaria, capaz de acompañar a las grandes mayorías y, desde ahí, articular un proyecto común, sólido, cuyo único objetivo sea sacar al país de la crisis.
Los liderazgos políticos de Venezuela tienen que saber leer lo que está pasando. La crisis se les ha ido de las manos. La tragedia se ha desbordado y es necesario un cambio. Hay que crear una nueva fórmula de negociación, con controles y con transparencia, que permita un retorno a la democracia.
La patria de Bolívar tiene ahora unos vecinos incómodos. La región le está exigiendo a los políticos de Venezuela que comiencen a hacer política en serio. No hay soluciones fáciles pero tiene que haber soluciones.
Alberto Barrera Tyszka es escritor y colaborador regular de The New York Times en Español. Su novela más reciente es “Patria o muerte”.