Alberto Salcedo Ramos: Elogio de la mujer
Durante la pubertad, justo cuando ingresé a la escuela secundaria, viví uno de los acontecimientos definitivos de mi vida: empecé a relacionarme con el sexo opuesto. Entonces ignoraba cómo diablos tratar a las chicas y, en consecuencia, era profundamente tímido.
Venía de un colegio masculino repleto de muchachos bruscos. Para ser amigo de ellos bastaba con tener un repertorio de palabrotas y saber aguantar chanzas pesadas. Pero ante las muchachas esos códigos resultaban inapropiados, de manera que todo el tiempo me sentía dando palos de ciego.
Eso sí: a pesar de mi torpeza quería que estuvieran siempre a la vista. Oírlas, olfatearlas. Me daba susto que se aproximaran pero me sentía desolado si se alejaban. Mi ignorancia colosal no me impedía intuir esto: en cuanto el hombre se acerca por primera vez a la mujer, nunca más vuelve a ser el mismo.
Lo que antes era sólo un pálpito es hoy una certeza. Los hombres nos dividimos en dos clases: los que no sabemos nada de mujeres y los que viven convencidos de que saben mucho. Los del primer grupo siempre buscamos la forma de acercarnos a ellas, aunque sólo sea para morirnos del susto. Sin esa conmoción tremenda la vida carecería de sentido. Las necesitamos como amigas, como amantes, como compañeras de viaje.
Hace cuatro años conocí en una escuela mixta de La Guajira al profesor Jaime Mejía Arpushaina, un hombre diestro con las metáforas. De pronto me llevó al patio, donde sus alumnos y alumnas bailaban yonna, una danza típica de la región. El sol estaba bravísimo y la brisa, enloquecida. Mientras contemplaba el baile, el profesor Mejía Arpushaina advirtió que el macho y la hembra tienen muchos desacuerdos, pero tarde o temprano terminan acoplándose para perpetuar el equilibrio del universo.
—Son como el sol y la brisa— dijo.
El mundo es un lugar feliz —prosiguió— cuando un macho y una hembra se cotejan. El sol es macho, la brisa es hembra. El sol se cree muy macho porque quema, pero la brisa —que es muy hembra— refresca lo que él calienta. Así sucede en la yonna: los muchachos están convencidos de que son el sol, pero las muchachas se les plantan firmes como la brisa, con sus mantas extendidas, y ellos retroceden. Cuando macho y hembra se encuentran suceden cosas buenas. Cuando no, hay desastres.
Yo siempre quiero encontrar a la mujer para evitar ese desastre. Asomarme a su ventana, obsequiarle una astromelia. Pegar mi corazón al suyo y oír, a partir de entonces, un solo latido más fuerte que el estruendo de todos los cañones.
En este punto recuerdo las voces de ciertos poetas que me ayudan a celebrarla. Primero, la de Juan Manuel Roca: “El nombre de Adán, leído en un espejo, es nada. El nombre de Eva, leído en un espejo, es ave”.
Después la de Gonzalo Arango: “A la hora del juicio final me gustaría más encontrarme con las mujeres que amé que con los libros que escribí”.
Encontrarla para encontrarnos, para sentir el susto grandioso del principio. Junto a ella, como dice otro poeta, siempre será posible fundar un nuevo Paraíso.