Alejandra Oraa: Visa en mano, puerta cerrada para los venezolanos
Una política migratoria que castiga a las víctimas, no a los culpables, y traiciona a quienes creyeron en el discurso de apoyo.
Este 4 de junio de 2025, la administración Trump firmó una proclamación presidencial que suspende el ingreso a Estados Unidos de ciudadanos venezolanos portadores de visas de turismo, estudio o intercambio. Es decir, incluso quienes ya contaban con visas legales y vigentes, muchos de ellos estudiantes, jóvenes en programas culturales o familias de visita, ya no pueden entrar al país.
La medida, que coloca a Venezuela entre los países con “restricción parcial de entrada”, se justifica en argumentos burocráticos: supuestas fallas en la emisión de documentos por parte del Estado venezolano y una alta tasa de sobreestadía de quienes viajan con visa temporal. Pero más allá del lenguaje técnico, el efecto es claro: se está castigando a quienes huyen de una dictadura, no a quienes la sostienen.
La paradoja es brutal. Durante años, Washington ha denunciado con firmeza los abusos del régimen venezolano, apoyando a la oposición democrática y reconociendo la crisis humanitaria. Sin embargo, esta medida recae sobre los mismos ciudadanos que han sido víctimas de ese sistema. Jóvenes con becas, familias que quieren reencontrarse, profesionales que buscan oportunidades educativas o de intercambio, ahora se ven con la puerta cerrada.
¿Tiene sentido penalizar a quien ya fue desplazado? ¿Es justo vetar al estudiante que logró, con esfuerzo y mérito, obtener una visa, mientras se protege (con discurso) su derecho a un futuro mejor?
Este no es un debate sobre seguridad nacional. No hay evidencia pública de que venezolanos con visas legales representen una amenaza. No es un tema de terrorismo ni de redes criminales. Es, simplemente, una política migratoria que se utiliza como herramienta de presión diplomática, pero cuyos daños los sufren los más vulnerables.
Estados Unidos, históricamente, ha defendido el principio de que quien se esfuerza, cumple la ley merece una oportunidad. Esta medida rompe con esa narrativa.
¿Cómo explicar que alguien con una visa F-1 (de estudiante), emitida legalmente tras meses de trámites, entrevistas y verificaciones, hoy quede inhabilitado para ingresar al país? ¿Cómo justificar que se castigue a un joven en un programa J-1 de intercambio cultural, por el solo hecho de tener un pasaporte venezolano?
El mensaje que se envía es devastador: que, sin importar tu esfuerzo ni tus intenciones, tu nacionalidad puede ser motivo suficiente para excluirte. Es una forma sutil —pero efectiva— de deshumanización administrativa.
El efecto real de esta política no se mide en cifras, sino en historias personales. Estudiantes que tenían su primer semestre ya pagado. Familias que planeaban visitar a un hijo en el extranjero. Jóvenes que soñaban con representar a su país desde el conocimiento, no desde el exilio. Todos ellos, de un día para otro, ven interrumpido su camino por una orden presidencial.
Y lo más grave: muchos de ellos no tienen otra opción. No pueden regresar a un país donde se les persigue, y tampoco pueden avanzar en uno que ahora los rechaza. La política migratoria, cuando se desconecta de la realidad humana, se convierte en crueldad institucional.
Este momento podría haber sido una oportunidad para que Estados Unidos reafirmara su liderazgo moral. Para que, en lugar de cerrar fronteras, extendiera puentes a los ciudadanos de un país que sufre. Pero en lugar de eso, eligió sumar a Venezuela a una lista que incluye a regímenes como Irán, Sudán o Corea del Norte. Venezuela no es igual a estos países, y menos aún, su gente representa un peligro inminente a la sociedad estadounidense. Antes, eran los “ilegales venezolanos” que junto al supuesto Tren de Aragua desestabilizaron al país ¿ahora qué? ¿Cómo puede desestabilizar a un país un venezolano que ha cumplido con todos los papeles de legalidad migratoria para entrar a invertir sea por turismo o negocios? Es absurdo, ofensivo y profundamente vergonzoso.
El resultado es un mensaje contradictorio: se condena la dictadura, pero se castiga a sus exiliados. Se habla de derechos humanos, pero se ignora el derecho de personas que ya habían cumplido todos los requisitos legales para venir.
La pregunta de fondo
¿Quién gana con esta medida? ¿Disuade al régimen de Maduro? ¿Protege realmente al pueblo estadounidense? ¿O solo alimenta una narrativa de control migratorio que, en la práctica, vulnera los principios de justicia y dignidad?
Para justificar esta suspensión, el gobierno de Estados Unidos afirma que el 9.8% de los venezolanos con visa temporal se queda más allá del tiempo autorizado. Pero ese dato, aunque suene alarmante en frío, no justifica una medida de esta magnitud. Primero, porque hablamos de personas que en muchos casos sobrepasan su estadía por razones de fuerza mayor, no por dolo. Segundo, porque el propio sistema migratorio de EE.UU. ya contempla mecanismos para controlar, sancionar y evitar estas situaciones sin necesidad de cerrar la puerta a todos.
Además, en términos comparativos, hay otros países con tasas similares o incluso mayores de permanencia irregular que no han sido incluidos en esta lista. ¿Por qué entonces Venezuela sí? La respuesta está en lo político, no en lo migratorio. Se castiga lo simbólico, no lo estadístico. Se penaliza al venezolano, no al infractor.
¿Puede esta decisión cambiar? Sí. Es posible que la proclamación sea apelada ante cortes federales, como ocurrió con medidas migratorias similares. Pero esa posibilidad no borra el daño inmediato. Porque mientras la justicia actúa (si es que actúa), miles de personas ya han puesto su vida en pausa. Ya perdieron vuelos, inscripciones universitarias, reservas, ahorros. Ya sintieron la humillación de saber que una decisión política los redujo a una estadística. Y todo eso por tener el pasaporte equivocado.
No hay sistema legal que repare lo que cuesta quedarte esperando en la puerta con los papeles en regla. Lo que duele no es solo lo que prohíben, sino cómo lo hacen: sin aviso, sin criterio claro, y sin considerar que detrás de cada visa hay una historia. Este no es solo un susto migratorio. Es una herida a la dignidad de quienes ya vivieron demasiadas.