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Alejandro de Humboldt, un americano amoris causa

Pocos personajes históricos pueden vanagloriarse de haber sido nombrados con tantos epítetos como lo fue Alejandro de Humboldt: desde “el segundo Colón” hasta el “nuevo Aristóteles” (en la medalla conmemorativa de la Academia de las Ciencias, de París) pasando por “príncipe de las Ciencias”, “descubridor científico de América” e incluso “el pequeño boticario”, como lo llamaron ya en su infancia, por su afición a ocuparse con insectos, plantas y piedras.

Ilustración: Izak Peón

 

Pocos científicos a lo largo de la Historia le han dedicado a las ciencias tanto esfuerzo e invertido tanto de su fortuna personal (hasta un tercio de la misma le costó el viaje al Nuevo Mundo) como Alejandro de Humboldt. Y ya que estamos en ello, valga decir que el abanico de sus intereses científicos abarcaba la física, la química, la geología, la mineralogía, la botánica, la zoología, la climatología, la oceanografía, la astronomía, la geografía económica y la etnología, amén de la demografía. Y hasta puede que algunas más que recordar no logro.

Pocas personas de la Historia han concitado un respeto y una admiración tan unánimes en vida, respeto y admiración que no se han marchitado ni amenguado desde su muerte, y ahora se acrecientan con la publicación de 317 páginas de las cuatro mil 500 que constituyen su Diario. Este legado de un valor incalculable y que ha sobrevivido a dos guerras mundiales, que conoció el “exilio” en la Unión Soviética y que ya se encuentra allí de donde nunca debió salir, el Patrimonio Cultural Prusiano, en Berlín, lo componen nueve volúmenes encuadernados en cuero por encargo del propio Humboldt, y en él están incluidos, escritos en papel de barba y de manera políglota (en alemán, francés, latín y español), no sólo su diario de viaje por las Américas —vía Tenerife— sino también todos los demás que le llevaron a Italia, los Países Bajos, Inglaterra y Rusia.

La publicación de que les hablo se titula Das Buch der Begegnungen(El libro de los encuentros)1 y es una primorosa edición del sello Manesse a cargo del profesor Ottmar Ette, quien tradujo del francés y asimismo comentó 120 “textos-islas”, como él los llama, además de ofrecernos una versión ampliada del Tablero de Dirección de Rayuela, ya que al final de su prólogo nos propone 22 itinerarios en el interior del libro. Nada más y nada menos que 22, así enumerados: Pueblos y Culturas de América, Autobiográficos, Antigüedad Europea/Antigüedad Americana, Justicia y Rectitud, Paisajes y Naturaleza, Hombres y Mujeres, Manuscritos y Diarios de Viaje, Humanidad, Misiones y Monjes, Política, Compañeros de Viaje, Rutas del Viaje, Religión y Mitos, Esclavos y Esclavitud, Idiomas, Ciudades, Animales, Comercio e Industria y Economía, Saber y Ciencia, Civilización y Barbarie.

Semejante lista me hace recordar cuánta verdad debían encerrar estas palabras de Goethe en una carta a su patrón, el duque de Weimar: “No se podría leer en libros durante ocho días lo que él contaba durante una hora”. Lo que a su vez me lleva a preguntarme: ¿Quién fue Alejandro de Humboldt?

Tuvo un nacimiento afortunado, en el seno de una familia distinguida y adinerada en la Corte de Berlín; el príncipe heredero del trono de Prusia, luego rey Federico Guillermo II, fue su padrino de bautizo. Tanto él como su hermano Wilhelm, dos años mayor, gozaron de una educación esmerada y en su propia casa, con profesores de gran categoría: uno de sus maestros fue Joachim Heinrich Campe, escritor, lingüista y pedagogo de acrisolada fama. Pasó luego por las universidades de Fráncfort del Oder y Gotinga (donde, entre otros, fue alumno de Georg Christoph Lichtenberg), así como por la Academia de Comercio, en Hamburgo, y la Facultad de Minas en Freiberg/Sajonia, y pronto hizo carrera en los escalafones administrativos de Prusia: a los 24 años ya se desempeñaba como director de las minas de Ansbach y Bayreuth.

En 1796 muere su madre, hereda una gran fortuna, se despide de su carrera como funcionario y comienza a prepararse para los viajes que desea emprender, lo que lleva a cabo de manera intensa y disciplinada. En París, 1798, conoce a Aimé Bonpland, con quien se va a Marsella para tratar de unirse a la expedición a Egipto de Napoleón Bonaparte. Fracasan en el intento y deciden entonces viajar a la América española, para lo cual necesitaban los salvoconductos necesarios de la Corte de Madrid. Gracias a su encanto personal y su fenomenal dominio del castellano, Carlos IV le otorga los permisos que le abrirán todas las puertas de los virreinatos españoles en ultramar.

El 5 de junio de 1799 zarpa de La Coruña en la corbeta Pizarro, del 17 al 25 hace escala en Tenerife (donde asciende al Teide y se deleita con el paisaje de la Orotava), el 4 de julio ve por primera vez en su vida la Cruz del Sur, y el 16 desembarca en Cumaná. Tras cinco años, un mes y 29 días, el 3 de agosto de 1804, con la fragata La Favorite, regresa a Europa por el puerto de Burdeos, para evitar que la Aduana española decomisara las colecciones de todo tipo que constituían su equipaje. Había cumplido Humboldt un viaje sin igual por aquel entonces, en el sentido de que las expediciones de Charles-Marie de la Condamine, Louis Antoine de Bougainville, Jean-François de La Pérouse y James Cook, y algunos años después la de la Beagle, con Charles Darwin, fueron financiadas por los respectivos erarios públicos o por sociedades científicas, mientras que la de Humboldt la bancó él solo, de su propio bolsillo. Su recorrido por Venezuela, Cuba, Colombia, Ecuador, Perú y México fue una hazaña científica y humana impar, donde se incluye la ascensión a los volcanes Antisana, Cotopaxi y Chimborazo, considerados en aquellos tiempos las montañas más altas del mundo. Hasta la cumbre del Chimborazo le faltaron unos 400 metros, a causa de un abismo insalvable, pero su récord de altura escalada se mantuvo durante 30 años.

Colmado de honores académicos, reingresa en el servicio de la Corona prusiana, encargándosele misiones personales delicadas, sobre todo en Francia, donde la vox pópuli de París llamaba al embajador de Prusia “el acreditado”, y a Humboldt “el acertado”. Hubiera podido hacer carrera diplomática, el puesto de embajador en París lo hubiese podido pedir en cualquier momento, pero vincularse de un modo permanente a un escalafón administrativo le habría impedido seguir con sus investigaciones científicas, la redacción de obras como la monumental enciclopedia Cosmos, y sus nuevos viajes, entre ellos el que entre abril y diciembre de 1829 le llevó a Rusia y a Siberia.

En febrero de 1848 estalla en Francia la revolución burguesa que pondrá fin al reinado de Luis Felipe de Orleans y proclamará la Segunda República, presidida por el sobrino de Bonaparte que, al igual que su tío, convertirá la República en imperio y se autoconsagrará como emperador Napoleón III. La chispa de la revolución francesa de febrero prende en Alemania en marzo, dando lugar a unos alzamientos populares que culminarán en el enfrentamiento, en las calles y barricadas de Berlín, entre la ciudadanía y el ejército. El saldo fueron, según cifras oficiales, 183 muertos. El 21 de marzo se instaló la capilla ardiente de los caídos ante el Palacio Real y el rey Federico Guillermo IV fue obligado a comparecer en el balcón y destocarse ante ellos. Pero el pueblo a quien quería ver en el balcón era a Humboldt, y Humboldt compareció, mudo, inclinando la cabeza ante los ataúdes. Al día siguiente, a sus 78 años, tomaría parte en el sepelio colectivo de esos 183 revolucionarios muertos en ese terrible marzo de 1848 berlinés, de tan triste recuerdo, y los honró diciendo que cayeron “por la ley, el orden y la civilización”.

En la cima de su fama, muere Humboldt el 3 de mayo de 1859, casi nonagenario, en su domicilio de la Oranienburgerstraße 67 y su entierro fue la más grande manifestación de duelo que se viera en Berlín desde aquél de marzo de 1848. “Se ha apagado un astro resplandeciente en el reino del espíritu”, resumió el filólogo August Böckh en su discurso necrológico en la Academia de las Ciencias.

“Como más tarde en la Comédie humaine de Balzac, también el azar (en combinación con lo respectivamente posible y necesario) fue para Humboldt ‘el más grande novelista del mundo’”, dice en su prólogo al Libro de los encuentros el profesor Ottmar Ette. Lo hace al referirse a la serie de imponderables que se dieron para que en vez de acompañar la expedición de Napoleón a Egipto, lo que resultó al final fue el impresionante viaje a las colonias españolas en América.

Pero siempre he dicho que el azar es el seudónimo del destino cuando trabaja de incógnito, y en el caso de Humboldt hay una frase suya que merece ser pensada en este contexto: “Todo hombre tiene el deber de buscar en su vida el lugar desde el que mejor pueda servirle a su generación”. El sentido prusiano del deber, dirán algunos, recitando un cliché, y como si con ello le quitasen algún mérito. Yo lo veo como un elogio, y esta publicación de la que vengo hablando hace buenos los versos de Walt Whitman en sus Leaves of Grass: “Compañero, esto no es un libro;/ quien toca este libro toca a un hombre”.

Y en efecto, ese Libro de los encuentros no es el libro de un sabio (aunque también), sino el de un hombre, de un “multitalento de la comunicación”, como lo define el profesor Ette. Un hombre que descubrió en las tierras americanas el lugar desde donde mejor podía servir a su generación, y a las venideras. Resulta apasionante y vivificadora su lectura.

Sentimos que es un hombre de carne y hueso el que el 6 de junio de 1800 naufraga con su piragua en el Orinoco, y no sólo salva su vida sino también sus manuscritos, que pone a secar al sol: porque gracias a la tinta especial con que Humboldt los escribía, una tinta inventada por él, ni siquiera las aguas del Orinoco consiguieron borrarlos. Andando el tiempo, ya en Berlín, al repasar esas anotaciones de su naufragio añade esta nota: “Véanse las manchas de agua en la parte de arriba”, ¡y él mismo las destaca con un círculo alrededor!

Es un hombre de carne y hueso el que se revela aquí como uno de los más agudos críticos de la ausencia de moral que es cualquier forma de colonialismo: “¿Por qué no se dicta una ley que le prohíba pisar el suelo de Francia a cualquier hombre que trafica con negros, a fin de terminar con este floreciente negocio? ¿Por qué no se invoca a la autoridad del Papa en los países católicos? […] Cualquier política de un país colonial está fundada en la inmoralidad”. Y en su relato de los padecimientos de una madre guahiba, se enfrenta al final con la Corona española: “¡Estos, rey de España, son tus frailes, y hay un Dios que deja impune semejante infamia!”. Es el mismo hombre que de vuelta en Berlín, el 9 de marzo de 1857, consigue que el Congreso prusiano apruebe una ley por la que todo esclavo que pise el territorio de Prusia queda manumitido.

[En 1860 se edita en Ámsterdam la primera novela anticolonialista de la Historia, Max Havelaar, de Eduard Douwes Dekker (a) Multatuli, y el genial neerlandés la concluye interpelando de un modo directo al rey de los Países Bajos por las sevicias a que están sometidos sus súbditos indonesios. Como el diario del viaje americano de Humboldt todavía no se había publicado, sorprende la simetría de ambos textos, denotadores de unos corazones audaces y generosos.]

Es un hombre de carne y hueso el que dispone de una rara calidad ya descubierta años atrás por su hermano Wilhelm, el don de la combinatoria, del conocimiento relacionado, que le predestina a “vincular ideas, distinguir cadenas de cosas que, sin él, durante generaciones humanas hubieran seguido sin descubrir”. Ese es el senequista que escribe el 9 de mayo de 1804, durante una terrible tempestad en el Atlántico, viajando en el carguero Concepción desde Cuba a Filadelfia y creyéndose a las puertas de la muerte: “Me consolé pensando que he tenido una vida más feliz que la mayoría de los demás mortales, y que sería demasiado pedir, después de haber sobrevivido a tantos peligros en una expedición de cinco años, no tener que pagarle finalmente su tributo a las Euménides”.

[Dicho sea de paso, difícil si no imposible es encontrar en la Historia el caso de dos hermanos como estos, Alejandro dedicado a las ciencias naturales, y Wilhelm a la reforma de la educación, el estudio analítico de las lenguas, la teoría política y la diplomacia al servicio de su país.]

Es un hombre de carne y hueso, Humboldt, el que escribe estas palabras al despedirse de Cumaná: “Una conducta cuidadosa y amistosa nos ha hecho relacionarnos con muchos cientos de personas. Desde el claustro capuchino de Caripe en las misiones de los chaymas hasta Puerto Cabello, desde el llano de Apure en la provincia de Varinas hasta San Carlos de Río Negro y la última Thule de Esmeralda en El Dorado, hemos dejado atrás personas que se acuerdan de nosotros con emoción y amor. El género humano es sencillo, bueno y cordial en esta tierra, y abandono la costa como si me despidiera de mi suelo paterno”.

Sus diarios de viaje por América, Amerikanische ReiseTagebücher, ilustrados por él mismo con 450 dibujos y bosquejos, se suelen citar en los medios académicos por sus siglas alemanas, ART, y en verdad en verdad os digo que este libro es una obra de arte. De lo cual dan cumplida fe, pese a lo desvalido de mi aproximación a ellos, los siete textos-islas que acompañan este artículo.

 

 

Ricardo Bada
Escritor y periodista, residente en Alemania desde 1963. Editor en ese país de la obra periodística de García Márquez y los libros de viaje de Cela, y autor de Don Enrique, la única antología integral en castellano de la obra de Heinrich Böll.

 


1 El texto completo original de los diarios es accesible por medio de este enlace: http://kalliope-verbund.info/DE-611-BF-38109

 

 

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