La instalación de una Asamblea Nacional Constituyente hoy domingo en Venezuela ratifica una vez más que el juego está trancado no porque el gobierno y la oposición sean incapaces de dialogar para encontrar una salida a la crisis. Está trancado porque la dictadura de Nicolás Maduro, rechazada por una amplia mayoría de venezolanos, solo está dispuesta a negociar acuerdos que le permitan permanecer indefinidamente en el poder.
El chavismo ve la negociación como un mecanismo para imponerse sobre sus adversarios; forzarlos a aceptar que solo ellos mandan. De lo contrario no impulsaría una Constituyente cuya intención es cerrar los escasos espacios de lucha democrática que todavía existen en Venezuela.
Hasta hace poco el oficialismo podía darse el lujo de hacer elecciones. Estas eran profundamente injustas. El gobierno hacía todas clase de trampas para desnivelar el terreno electoral. Pero estos abusos coexistían con otra realidad: el chavismo, asistido por la más grande bonanza petrolera en la historia del país, era lo suficientemente popular para no depender solo de la trampa.
Esa realidad cambió. Más de una década de políticas económicas irracionales y progresiva destrucción institucional se combinaron con el fin de la bonanza para llevar al país al peor colapso económico y social desde su independencia. Esta crisis desplomó la popularidad del gobierno. Ya es casi imposible para el chavismo ganar elecciones, incluso con los abusos tradicionales.
La oposición ha buscado pacientemente una salida constitucional a esta crisis. En 2015 ganó la mayoría en las elecciones parlamentarias. El siguiente año inició un proceso para convocar un referendo revocatorio, un derecho consagrado en la Constitución. Pero el gobierno vació de poder al Parlamento a través de su control del Tribunal Supremo, aplazó indefinidamente las elecciones regionales y suspendió ilegalmente el proceso de convocatoria del referendo después haberlo retrasado durante meses con todo tipo de artimañas.
La oposición decidió convocar a protestas ante la suspensión del referendo. Pero poco después cometió el error de cancelarlas para participar en otro “diálogo” que el gobierno, como ya había hecho antes, utilizó para ganar tiempo: distender tensiones y aprovechar el repliegue opositor para seguir recortando libertades. Esta es la razón por la cual los venezolanos llevan casi cuatro meses protestando; la razón por la cual la brutal represión a estas protestas, que ya ha dejado más de cien víctimas, no ha logrado desmoralizar a los manifestantes. Con estas movilizaciones la oposición trata de hacer valer derechos que no han podido defender a través de los canales institucionales.
Ante las protestas y la creciente presión internacional, el gobierno no ha cedido un ápice sino lo contrario: propuso la Asamblea Constituyente para redactar una nueva Constitución. Pero estas “elecciones”, boicoteadas por la oposición, no son en realidad unas elecciones. Las reglas para elegir a los miembros son tan injustas que casi garantizan la victoria del gobierno pesar de que el 85% de la población rechaza esta propuesta y de que más de siete millones de venezolanos votaron recientemente en su contra en un plebiscito organizado por la oposición.
Bajo esta luz se deben ver los pedidos al gobierno y la oposición para que negocien una salida a la crisis, muchos de los cuales sucumben al “fanatismo del centro”; asignan a ambos bandos un grado similar de responsabilidad en la resolución del conflicto cuando el impasse es culpa de un solo lado.
La oposición no pide más que respeto a la Constitución. Entre sus principales exigencias están devolver al Parlamento sus poderes y presentar un calendario electoral. Si el gobierno no cede en estos puntos, ¿en qué exactamente debe ceder la oposición? ¿Aceptar que no habrá más elecciones? ¿Aceptar la disolución del Parlamento? Mediadores como el expresidente español, Jose Luis Rodríguez Zapatero, parecieran desestimar estas preguntas. Es fácil pedirle a la oposición que negocie. Más difícil es indicarle qué hacer si el gobierno acepta solo acuerdos que le permitan perpetuarse en el poder.
Nada de esto quiere decir que la oposición debe cerrarse a acercamientos a sectores del oficialismo —incluyendo la Fuerza Armada— para promover deserciones, ofrecer garantías a los que faciliten una transición y dividir a la coalición chavista. A la par de las protestas y la presión internacional, estos esfuerzos son claves para fracturar al régimen y forzarlo a participar en una verdadera negociación que abra las puertas a una transición.
Pero no hay que confundir conceptos. Fomentar deserciones y divisiones es una manera de hacer al régimen más vulnerable a las actuales presiones. El objetivo debe ser mantener los diferentes focos de presión para obligar al oficialismo a ceder. No hay que olvidar que hasta ahora, pese a las protestas y el asedio internacional, Maduro no ha cedido en nada importante. Abandonar focos de presión no hace más probable que esto ocurra.
Alejandro Tarre es escritor y periodista.