¡Alerta, nos hundimos!
Aunque los romanos están habituados a ese problema desde los mismos tiempos del Imperio, la frecuencia de los hundimientos de sus calles ocupa en la actualidad un sitio inusual en los medios de comunicación de la capital italiana.
Por suerte no ha habido víctimas que lamentar, pero los enormes socavones engulleron varios automóviles en el distrito de Torpignattara, después que un edificio contiguo al Coliseo tuvo que ser evacuado en enero del año pasado y, hace dos meses, un gigantesco agujero en la plaza del Panteón dejó al descubierto pavimentos de los tiempos pre-cristianos.
Un fenómeno que se explica –según los «Proceedings» de la Academia de Ciencias de los Estados Unidos- porque la superficie terráquea se halla en permanente cambio y los huecos se tragan regiones enteras, los deltas ribereños desaparecen bajo las olas y los campos se hunden por la acción de los campesinos en procura de acuíferos para fertilizar sus tierras y las perforaciones de las compañías petroleras y mineras.
Es un fenómeno llamado subsidiencia y aunque tiene razones absolutamente naturales obedece cada vez más a la mano del hombre. Como en los Estados Unidos, donde, según estadísticas oficiales, cuatro quintas partes del problema en un área de 17 mil millas cuadradas de 45 estados se debe al uso de las aguas subterráneas y, a escala mundial, donde casi un quinto de la población está asentada en áreas de alto riesgo.
En cuencas intermontañosas de México, por ejemplo, el fenómeno puede alcanzar hasta 30 centímetros anuales, igual que en varias ciudades iraníes por la desordenada explotación de acuíferos, o en las áreas costeras de Jakarta, Indonesia, donde por sobrepasar los dos metros en los últimos veinte años, ha obligado a las autoridades a plantearse el traslado de la capital hasta la vecina isla de Borneo.
Esto sin contar el efecto producido por el propio peso de las enormes metrópolis sobre la superficie, por los rascacielos y otras colosales estructuras, el pavimento, los millares de automóviles y las cañerías en toneladas de acero y concreto, como en San Francisco, donde la suma del nivel marino ascendente y la subsidiencia podría desembocar en una tormenta ideal para exacerbar las inundaciones en las áreas costeras.
Como se trata de situaciones generalmente irreversibles, el único recurso son soluciones preventivas apoyadas en el monitoreo satelital, y de esto saben bastante el geocientífico madrileño Gerardo Herrera-García, del Spanish Geological Survey y colegas que han reunido datos de 200 locaciones en 34 países en un modelo de computación para evaluar el peligro, analizando la geología, el clima, el uso agrícola y el volumen de agua extraída, con resultados que erizan los cabellos.
Porque casi 1600 de las mayores ciudades del globo, con superficie de 2.2 millones de kilómetros cuadrados (la mitad de las cuales se hallan, además, en áreas propensas a inundaciones) tienen al menos un chance sobre dos de sufrir el problema, que golpearía hasta 1.2 millardos de personas en regiones que representan el 12% del producto industrial bruto del planeta.
Y lo peor de la ecuación es la escasa disposición de los responsables políticos de quienes depende enfrentar tan grave problema, porque, por ejemplo, Tokyo se hundió más de cuatro metros en el pasado siglo antes de que mejorase la gestión de las aguas subterráneas, y en la cuenca de Santa Ana, al sureste de Los Angeles, pese a la inyección regular de líquido proveniente de la lluvia y el rio Colorado, no ha podido detenerse el deterioro de los acuíferos.
La esperanza reside en iniciativas a escala más ambiciosa, como el Proyecto Copérnico que prevé instrumentar la Unión Europea con el concurso de investigadores, agencias gubernamentales y simples ciudadanos, con datos de radar e imágenes reunidas por dos satélites operados por la Agencia Espacial Europea que ahorrarán tiempo y dinero.
Varsovia, junio 2021