Alfonso Armada: La mala conciencia de la ópera y el estado de las cosas
Mi vecina de asiento por la derecha manifestó su fastidio con un asquito de boca al ver el escenario lleno de chalecos salvavidas de inmigrantes que quieren quitarle su mullida butaca en el Teatro Real. A mí no me molestó, pero me hizo preguntarme si la adaptación del Idomeneo mozartiano al mundo contemporáneo (inmigración, militarización, guerra, irracionalismo, miedo, odio, emoción) que ha hecho Robert Carsen (que también firma la escenografía, con Luis F. Carvalho, y la iluminación, con Peter van Praet) tiene sentido.
Desde luego le permite al espectador devanarse los sesos y buscar resonancias y analogías si le aburre la banda sonora. La conversión de los troyanos en inmigrantes y de los cretenses en un régimen militar que se pliega a los designios de los dioses, por muy peregrinos que sean (Idomeneo le promete a Neptuno que sacrificará al primero que vea si le salva del naufragio, y la fatalidad –o el destino– le pone a su hijo en la misma posición de Abraham), es sin duda un pie tentador. ¿Cuán forzado? ¿Qué pensar de dioses que reclaman de sus devotos el sacrificio sangriento de su ser más querido? ¿Qué pensar de un monarca que propone sacrificar a un inocente para salvarse? Merece el repudio, la condena, y el naufragio del que ya ha dado sobradas muestras de su cobardía moral con su inicua promesa.
El cuadro que ilustra de manera magnífica el programa de mano y que acaso hubiera debido inspirar más a Carsen (a pesar de que en Idomeneo, rè di Creta, la apuesta del director de escena resulta mucho más convincente que en su reciente El oro del Rhin) es la Alegoría del mes de febrero con el triunfo de Neptuno y el signo de Piscis, de un autor anónimo de finales del XVI.
Reconozco que me subyuga esa playa pedregosa y esa formidable pantalla a modo de extraordinario ciclorama que llena un mar casi siempre sombrío. Resulta curiosa –y tal vez demasiado maniquea– esa visión de un mar (el de Creta) siempre pesaroso, en buscada mímesis con los uniformes militares de la tropa que ocupa casi todo el espacio disponible en el inmenso escenario. Un mar que parece corresponder a las brumas del norte, románticas, nada barrocas y mucho menos racionalistas. No olvidemos que Mozart, y su libretista, Giovanni Battista Varesco, optan por el acuerdo final y evitar el bárbaro sacrificio de Idamante a manos de su padre. Júpiter acaba rechazando, magnánimo, que el sacrificio se lleve a término.
Habría que pasar por el pasapuré de la lógica y la psicología esas llamativas proyecciones dramáticas y morales, que a fin de cuentas son las de los hombres que crean a los dioses y a los que después someten sus desvaríos y sus razones morales. Porque son los hombres los que han creado a Dios, y no al revés. Al menos hasta que alguien consiga demostrar lo contrario. Son raros los hombres, ¿quién lo duda? Basta con que nos miremos somera y honestamente al espejo.
Ivor Bolton se esmera como un niño gigante en sacar de la orquesta del Real todo lo que Mozart regala a manos llenas (pese a tratarse de su primera ópera), los cantantes (del segundo reparto) cumplen con justeza (salvo la uzbeka Hulkar Sabirova, la más aplaudida, merecidamente), con un Idomeneo (Anicio Zorzi Giustiniani) que parecía un sosias de Jean-Pierre Léaud, pero todavía más inexpresivo que el actor fetiche de François Truffaut. Quien salva la función es sin duda el coro, que en sintonía con la orquesta, roza lo sublime.
Que al final se obre el milagro, se suspenda el sacrificio, Elettra se autoinmole, y una troyana y un griego sellen su amor, y con ello la paz (confiemos en que así sea, que la boda no siempre significa la paz y la felicidad perpetuas), y en medio de tanta dicha los soldados se despojen de sus trajes de camuflaje y fatiga para aparecer como el pueblo llano y variopinto es un gesto político de raigambre populista que vuelve a achicar la ópera. Chirría espantosamente. Como ocurre con harta frecuencia cuando, con las mejores intenciones, o el deseo de epatar a la burguesía, al director de escena se le enciende un bombillón de 300 watios en el descampado del cerebro y trata afanosamente de encontrar conexiones insospechadas entre el momento en que se escribieron libreto y música, su época escénica, y los avatares y vicisitudes de nuestro mundo. Yo creo que no es necesario, y desde luego no hacerlo de forma sistemática, como si la obra hubiera perdido toda relevancia, cosa con la que no estoy de acuerdo. Es una forma de condenar buena parte del repertorio clásico trasladándolo a la mentalidad y la política hogañas, no siempre con resultados meritorios. La buena conciencia política se ve reconfortada, y la reaccionaria se indigna, y no sin razón. Es como hacerse perdonar pecados generales con expiaciones políticas colectivas.
Foto: Olmo Calvo.
Pero porque la cita era obvia, le pedí al gran foto-reportero Olmo Calvo que me permitiera compartir aquí una de las espléndidas fotografías que hizo en el barco de rescate Golfo Azzurro, de la organización no gubernamental española Open Arms, con náufragos rescatados a 29 millas de Libia. Parece evidente dónde encontró su inspiración el director de escena, en el drama de los refugiados que Olmo Calvo y otros fotógrafos (no se pierdan la exposición Creadores de conciencia, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid) han reflejado con suscámaras, tratando de intervenir en la realidad contándola, sirviéndonosla para que no nos podamos escudar en el no sabíamos, no sabemos. Como se lee en Wikipedia, Idomeni es una pequeña localidad del municipio griego de Peonia, situado en la frontera de este país con la República de Macedonia. Y en Idomenei tomó algunas de las imágenes más conmovedoras y dolientes del éxodo de refugiados que buscan un lugar en el mundo. Es como si Idomeni e Idomeneo se dieran la mano aquí, en esta encrucijada contemporánea en que la ópera quiere seguir siendo relevante, y no una isla ensimismada para que la élite se olvide del estado del mundo. Y al mismo tiempo, que los periódicos, los periodistas, los fotorreporteros, encuentren un eco a sus pesquisas en el mar de la realidad, y su trabajo sea recompensado y reconocido como se debe.
Pero aquí están algunas de las preguntas, y no las respuestas.
Como el mayor elogio se lo ha de llevar el coro de este Idomeneo, a veces verdaderamente emocionante, entre luces, sombras y silencios, aquí recojo los nombres de todos sus integrantes.