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Alfredo Infante: “El koki es el símbolo del imaginario militarista”

Después de escuchar el audio pastoral del padre Alfredo Infante* —a raíz del relámpago de violencia que eclipsó al suroeste de Caracas—, decidí indagar en las causas de un fenómeno que adquiere nuevos elementos distintivos, cada vez más violentos, que pone en riesgo la convivencia, amenaza la solidaridad y mina la confianza. La detención arbitraria de Jairo Pérez, un líder comunitario de La Vega, es una clara señal de que el gobierno no está dispuesto a tolerar experiencias de construcción ciudadana que no estén alineadas con sus objetivos y propósitos.

No sólo se corre el riesgo de que la gente se afilie, con una visión corporativista, a organización armada —legales o no—, sino que el símbolo del militarismo se adueñe de nuestras vidas, de nuestro imaginario. La cobertura mediática y ciertas líneas informativas, han hecho pornografía del dolor, de la tragedia y de la pobreza. Amarillismo y desprecio por la vida de los demás.

La situación que se presentó en el suroeste de Caracas no es nueva, aunque tiene elementos distintivos. En realidad, esa película ya la habíamos visto. ¿Esa recurrencia, en la vida de las personas, qué consecuencias tiene?

Ante los hechos de violencia que hemos vivido —desde el punto de vista de las personas y de la convivencia social— hay como distintas actitudes. Eso es lo primero que quisiera puntualizar. Yo percibo, en primer lugar, mucho temor, porque hay una sensación de desamparo ante la ausencia del Estado. Ese desamparo se expresa en distintas carencias, como el hambre, la falta de agua, de gas (el colapso de los servicios públicos) ahora se agrega esta violencia, que trastoca y traumatiza la cotidianidad. El pánico, el terror, se va procesando internamente. Hay mucha depresión, mucha desesperación. Uno conversa con la gente y viene ese sentimiento de dolor, de sufrimiento, de llanto. Esto lo noto con mayor intensidad en las mujeres. Y me preocupa, porque en las zonas populares, las mujeres son las que le meten el pecho a todo. Las que son, diría, más sujetos. El hecho de que la violencia amenace a sus familias, a sus hijos, pareciera que las quiebra. Luego, hay otra actitud: el morbo ante la violencia. Gente que busca indagar, no para buscar soluciones, sino para contemplar la película, que además se alimenta de ciertas líneas informativas. Eso es terrible, porque la vida cotidiana se convierte en un espectáculo público. Una tercera actitud es la gente que prefiere desconectarse, a través de un mecanismo psicológico de negación y, en medio de ese escenario, pareciera vivir <con toda normalidad>. Una cuarta actitud —lo ve uno como pastor de la Iglesia—, es la gente que busca en la fe, en la religiosidad, la fuerza para sobreponerse y sobrevivir. Así mismo, vemos la reacción de la gente: reorganizarse en función de la paz.

Quisiera hacerle una pregunta en un tono más personal. ¿A Alfredo Infante, como párroco de la parte alta de La Vega, lo han buscado familias en duelo, familias que han perdido a uno de los suyos, en medio de la violencia? ¿Cómo ha vivido esos momentos?

Las familias que me han buscado para conversar, para acompañarlas, han sido las que han perdido a sus hijos en medio de la violencia, pero no me han buscado aquéllas cuyos hijos están vinculados a las bandas. Jóvenes que fueron asesinados, especialmente en la conocida masacre de La Vega (8 de enero de 2021). A veces, es muy difícil la palabra. A veces, lo más necesario es la presencia, la oración, el abrazo. El que la gente sienta que tiene, de parte de la Iglesia, un acompañamiento, una acogida. Uno, como sacerdote, se ha consagrado a defender la vida, a cultivar la vida, y cuando ve ahí a tantas mujeres, como a María al pie de la cruz, viendo a su hijo morir violentamente, entonces, tenemos que hacer acto de presencia y saber que esta violencia deja hondas heridas, hondos traumas, que nos llevan a nosotros a pensar, a reflexionar y a diseñar propuestas de acompañamiento. Esa es una de las cosas que me pregunto internamente, que me estoy replanteando, cómo podemos acompañar en el sufrimiento, en el duelo y en la sanación, sin perder la esperanza de que esa sanación tiene que convertirse en una fuerza de vida y de construcción. Yo creo que la Iglesia se está convirtiendo en una sala de emergencia, porque estamos acompañando a un pueblo herido. Como Iglesia nos hemos consagrado a defender la vida y sentimos una gran impotencia ante tanta muerte.

Mencionó el desamparo y lo llamativo, quizás, es que las mega bandas son capaces de poner en jaque al Estado en tantas parroquias y en una zona tan extensa de Caracas. Es un Estado que ni siquiera tiene presencia en los alrededores del Palacio de Miraflores.

El gobierno que está administrando el Estado lleva ya veintitantas propuestas, planes de seguridad, y cada vez el desamparo es mayor. Yo suelo decir que lo que ha pasado en el suroeste de Caracas, donde fueron afectadas nueve de las 22 parroquias del Municipio Libertador, muy cerca, tanto del emblema del poder político (Miraflores) como del emblema militar (Fuerte Tiuna) —además un lugar estratégico, porque el suroeste conecta con el Occidente del país, con los llanos y los Andes— se ha convertido en la zona de una supuesta confrontación entre bandas organizadas con el Estado. Eso nos dice que (más que la ausencia del estado de derecho) no hay Estado. Y eso, por supuesto, pone en total desamparo a la población. Es algo paradójico, pero también es el resultado de políticas de seguridad desacertadas. Un Estado que se ha dedicado a desmontar el sistema educativo. Un Estado donde los jóvenes han huido del país, porque no encuentran alternativas de desarrollo y crecimiento como personas. Un Estado que no garantiza el derecho a la recreación, tan importante para la higiene y la salud mental. No ha habido políticas integrales y preventivas de todo esto. Esta situación pone a los jóvenes y adolescentes de las zonas populares en una situación de alta vulnerabilidad. Son presa fácil de las ofertas delincuenciales, pero también son objetivos de las políticas represivas del Estado. La vulnerabilidad es por ambos lados.

 

Alfredo Infante retratado por Alfredo Lasry | RMTF

 

Tenemos que entender que Venezuela es un país mucho más pobre, con menos recursos y, en ese sentido, creo que esa estructura delictiva llegó para quedarse. No sabría decir si esa batalla está perdida. ¿Usted qué piensa?

Estas tendencias no se dan solamente en Venezuela, sino en México, Centroamérica, Brasil, Colombia, pero aquí, esa dinámica delincuencial, encuentra un caldo de cultivo en un país desmantelado institucionalmente. Mientras no se reconstruya la institucionalidad del Estado, vendrán nuevos Kokis. Independientemente que la figura del Koki, como persona, desaparezca del escenario nacional, eso está instaurado y la manera de abordar esta problemática, no puede ser solamente la represión, sino mediante un cambio en la manera de abordar la convivencia en el país. Creo, también, que el Koki es el símbolo del imaginario militarista que se ha instalado en el país. Yo siempre suelo distinguir entre lo militar y el militarismo. Toda república necesita la institución militar para resguardar su territorio, la soberanía. En Venezuela, además, está contemplada en la Constitución. Pero el militarismo es un imaginario en el que el paradigma es la violencia. Y ese militarismo está instalado en la lógica del Ejecutivo nacional, en un discurso en el que pareciera que la violencia es la alternativa.

¿Qué expresión, además de la violencia, pudiera tener esa lógica militarista en Venezuela?

El militarismo es una lógica de entender el poder. Si nos damos cuenta, el país está fragmentado en su territorio y lo que pasó en el suroeste de Caracas está pasando en muchos lugares del país. Esas territorialidades están controladas por una lógica militarista, independientemente de cuál sea su ideología. En el caso del 23 de Enero, por ejemplo, está controlado por un militarismo de los colectivos. En el suroeste, por un militarismo de bandas. Pero el militarismo también está presente en los cuerpos policiales cuando entran en los barrios y piensan que solamente con la represión y la violencia se va a acabar con el problema. Si uno hace un análisis de los mensajes que se han publicado en Twitter, advierte que hay mucho arraigo de ese militarismo en el cuerpo social. Gente que opina en las redes y deja ver un imaginario totalmente militarista: a través del aplastamiento del otro —de la imposición sobre el otro— se controla todo, cuando sabemos que las cosas no son así. Los procesos sociales y de gobernabilidad son más complejos. El simplismo de la represión agudiza las dinámicas delictivas que pueda haber, como sucedió de hecho desde el momento en que se instauraron las OLP. Lo que devino fue la estructuración de las mega bandas.

No creo que lo que ocurrió en el suroeste de Caracas haya sorprendido a nadie. Quizás la pregunta no era si se iba a repetir, sino cuándo. Los lapsos, entre un estallido de violencia y otro, son más cortos y los estallidos de violencia más virulentos y de mayor envergadura. Esto es una espiral que va en aumento. ¿Qué cree alrededor de este punto?

Si no hay un acuerdo, si no nos tomamos en serio estos fenómenos y se aplican políticas más integrales, lo que necesariamente implica cambios en la gestión de la cosa pública, en la forma de entender la política, estas dinámicas (de violencia) se van a profundizar cada vez más, porque en esencia son dinámicas de poder y el poder tiende a la expansión, a la intensificación, si no se le pone límites, que no son, necesariamente, por la vía de la represión. Tú puedes contener un río, pero el río —en el momento menos esperado— puede reclamar su cauce y el estallido es más fuerte. Lo que hay que buscar es un consenso para ir a un programa de largo plazo. Pasos coherentes para desactivar las causas que generan toda esta conflictividad y este caos de violencia. En definitiva, esto tiene que ver con la recuperación del Estado.

¿Cuál es el impacto de esta espiral de violencia en eso que llamamos el tejido social y, particularmente, en las zonas populares de Caracas?

En primer lugar, hay un impacto negativo que lleva a mucha gente a buscar el <sálvese quien pueda>, cosa que es terrible, porque lleva a una mayor erosión del tejido social y a una fragmentación mucho mayor. Igualmente, en sentido negativo, genera una cultura del miedo, del silencio, de la desconfianza, lo que también es terrible, porque el tejido, para que sea tal, tiene que estar interconectado. De lo contrario, hay una fragmentación. De modo que se fortalecen las vías violentas. Gente que ingresa a los cuerpos de seguridad, no para llegar a ser un buen policía sino para sentirse empoderado y formar parte de lo que se parece mucho a una banda de protección. A nivel social, llegamos a un punto en el que la gente se va corporativizando en grupos armados, regulares o irregulares. Esos son los riesgos que se corren y con ellos se va perdiendo la conciencia de la ciudadanía y pudiera ir aumentando ese imaginario militarista del cual hablé. Entonces, no hay otra cosa que estar bajo la protección de las armas y eso es terrible para el tema de la gobernabilidad, para el tema de la convivencia y de la construcción pacífica. Lo que creo es que este relámpago de violencia nos debería llevar a crear una mayor conciencia ciudadana y un movimiento por la paz. A eso último es a lo que le apuesto, porque realmente estamos ante el riesgo de que la gente crea que la solución pasa por pertenecer —con una visión corporativista— a una organización armada, bien sea regular o irregular. Eso sería terrible, porque no tendríamos viabilidad como país.

 

 

Alfredo Infante retratado por Alfredo Lasry | RMTF

 

Habló de líneas informativas que exhiben la violencia como un espectáculo. Diría que es un tipo de periodismo. ¿Qué impacto tiene esta forma de informar, esta forma de reseñar, lo que ocurrió en el suroeste de Caracas?

Me preocupa la banalización del mal como decía Hannah Arendt. Al hacer del dolor ajeno, de nuestro dolor, del dolor de las víctimas inocentes, de las víctimas, tanto policiales como de las bandas, y convertir eso en un espectáculo, yo creo que se banaliza el mal. Por un lado, se critica a un Estado que no garantiza el derecho a la vida, pero por el otro, el mensaje que se comunica, al banalizar nuestra tragedia, es que la vida no vale nada. Diría que, los que estamos en esta acera, los que nos hemos visto envueltos en esa espiral de violencia, cuando las noticias nos tratan como un espectáculo, pues también sentimos una falta de respeto a nuestra dignidad, a nuestro dolor. Muchas veces se silencian otras voces y lo que se comunica es el amarillismo del espectáculo. Voy a acuñar un término que usualmente empleo en conversaciones privadas, se hace <pornografía del dolor, de la tragedia, de la pobreza>. Entonces, se revictimiza a la gente que está padeciendo con más fuerza.

En su audio pastoral llamó a la solidaridad con la Iglesia y las organizaciones no gubernamentales que hacen vida en La Vega. La idea que me viene de inmediato es que la violencia no solamente dificulta el trabajo y la solidaridad en medio del desamparo, sino que llega incluso a imposibilitarlo.

Gracias a la alianza de muchas organizaciones —entre otras Caracas Mi Convive y Alimenta la Solidaridad—, se organiza un trabajo diario que va generando procesos individuales, procesos sociales y comunitarios, de gran valía. Ese trabajo, constante y silencioso, va generando humanidad, en medio de las dificultades y la adversidad. Se va viendo que es posible reconstruir el país en medio de estos procesos. Por eso agradecíamos los párrocos y vicarias a las ong que han estado apostando por nuestra gente. Estos procesos están amenazados en medio de la violencia. Pero yo creo que esos procesos son indetenibles, porque cuando la gente de nuestros barrios experimenta ese crecimiento interior y ese crecimiento comunitario, eso es una fuerza que se va interconectado y llega a tener una dimensión social, muy de bajo perfil, pero que se va gestando. Yo creo también que la violencia que hemos vivido tiene como objetivo el terror y cortar con estos procesos. Desde la Iglesia, en la que también se dan estos procesos sociales y eclesiales, se va despertando una llama alrededor de la cual la gente se acuerpa y dice: vamos a seguir.

Es muy difícil que se consolide y se fortalezca el trabajo comunitario cuando el gobierno del señor Nicolás Maduro está dispuesto a detener arbitrariamente a líderes comunitarios como Jairo Pérez, un miembro de la iglesia parroquial de La Vega, cuyo trabajo en Cáritas es más que meritorio. ¿A qué atribuye usted este hecho?

Yo tengo una hipótesis. En primer lugar, creo que hay una intención de criminalizar y desmovilizar cualquier esfuerzo comunitario alternativo, que no esté alineado con los intereses del poder, ¿Por qué? Porque se ha aprobado el proyecto de ciudad comunal, que no sólo es anticonstitucional sino en el modo en que se quiere implementar también es totalmente arbitrario. El que exista trabajos comunitarios no alineados, implican también cierta resistencia a este tipo de proyectos que vienen a hegemonizar la acción comunitaria. Otro escenario posible es que estamos en un año electoral y al ser elecciones locales el tema comunitario pesa mucho. Creo que el descontento en los barrios es tan grande que, si hay movilización electoral, lo que se va a expresar en las urnas es un rotundo voto castigo contra el gobierno. Claro, el trabajo comunitario —autónomo, no alineado— ha despertado sensibilidad en la gente, que está dispuesta a ponerle límite a tanto atropello.

 

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*Coordinador de Derechos Humanos del Centro Gumilla y párroco de la parroquia San Alberto Hurtado (parte alta de La Vega).

 

 

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