Alicia Martorell: La ciudad de los leones
El día en que las noticias sobre Ucrania nos desbordaron, una mujer explicaba en la televisión, hablando en español: «Mi familia está intentando llegar a Leópolis para pasar a Polonia». Me dejó maravillada cómo una persona que no tenía el castellano como lengua materna podía usar con tanta propiedad y en una situación tan dolorosa un topónimo que seguramente no era el que se usaba en casa de sus padres. En esa frase hay todo un tratado de historia de Europa, de la Edad Media a la actualidad.
La ciudad que en España conocemos como Leópolis, de su nombre original en latín, se fundó en el siglo xiii, como capital de Galitizia (que también se podría decir Galicia, como nuestra Galicia, aunque la etimología sea diferente). Desde entonces, ha sido una ciudad rutena, polaca, austriaca, soviética, alemana, ucraniana. Hasta la Segunda Guerra Mundial fue uno de los centros culturales del yídis, sede de una comunidad judía próspera y activa, que fue asesinada prácticamente en su totalidad en campos como Janowska, Belzec, Buchenwald o Mauthausen. O directamente en pogromos, que han sido una constante a lo largo de toda su historia. Esa ciudad ya sabía mucho de refugiados que van o que vienen.
A lo largo del tiempo fue conocida como Leopolis (latín), Lemberg (alemán), lemberik (yídis), Lwów (polaco), Lvov (ruso), Lviv (ucraniano.
El autor Philip Sands en el prólogo de su obra Calle Este-Oeste, dedicada a la ciudad en la que pereció gran parte de su familia (publicada en 2017 por Anagrama en traducción de Francisco Ramos Mena), reflexiona sobre sus nombres y el sentido que tiene usar uno u otro: «Lemberg, Lviv, Lvov y Lwów son un mismo lugar. El nombre ha cambiado, al igual que la composición y la nacionalidad de sus habitantes, pero su emplazamiento y sus edificios se han mantenido».
El autor polaco Józef Wittlin escribió en 1946 Mój Lwów (publicada en 2006 por Pre-Textos en traducción de Elzbieta Bortkiéwicz con el título de Mi Lvov). Más de cincuenta años después, Sands le hizo eco con My Lviv (todavía no traducida al español) en un diálogo en el que participan dos ciudades que son la misma, dos topónimos y la pesada carga de la memoria. Ambas han sido publicadas por Pushkin Press en Londres en 2016, en un volumen con el título evocador de City of Lions.
Fundéu, que es donde vamos todos los traductores a saber cómo se escribe un nombre geográfico en español, recomienda usar «Lviv o Leópolis». Esta decisión es más compleja de lo que parece, porque, ante una historia tan dilatada cada opción está cargada de contenido político.
En la necrológica de 2006 relativa a la muerte de un autor que todos reconocemos como polaco se dice: «Stanislaw Lem nació en 1921 en la ciudad de Lvov, entonces polaca y hoy ucraniana…». Quizá podríamos decir también: «Stanislaw Lem nació en 1921 en la ciudad entonces polaca de Lwów». O quizá «Stanislaw Lem nació en 1921 en la ciudad ahora ucraniana de Lviv». Lvov es el nombre ruso de la ciudad, que los ucranianos se apresuraron a cambiar después de la independencia y que quizá vuelva a cambiar en función de la evolución de la situación. Decir Lvov, Lviv y Lwów no es lo mismo. Los topónimos nunca son inocentes: son depositarios de la memoria y testigos de las identidades. Si levantas la alfombra puedes encontrar sangre, muertos, refugiados, familias divididas y destrucción.
Y, por supuesto, tampoco son unívocos y universales. Si algún día los libros de estilo nos empiezan a recomendar el uso de Lvov en lugar de Lviv estaremos levantando acta de un cambio de era.