Alma Delia Murillo: Amar y beber
Es que amar es sufrir, querer es gozar. Dice el canto del poeta.
Pero yo estoy convencida de que entre amar y querer, el beber es indispensable.
Seamos honestos, compañeros, aventuras eróticas-etílicas con sus respectivos tintes de romanticismo y drama hemos tenido todas y todos. O casi. Ay de quienes no puedan preciarse de haber transitado por estas agridulces y resacosas experiencias: no han vivido.
Antes de que los asépticos sobrios o, peor aún, los corrigeplanas compulsivos de la red nos juzguen a quienes nos hemos aventurado en semejantes andanzas, debo decir en nuestro descargo que la culpa es de las hormonas: endorfinas, oxitocina, mezcalina (¿esa no es hormona?) y otros neurotransmisores que provocan un efecto analgésico, una sensación de bienestar que hace que una sienta como si sintiera, bese como si besara y diga sí como si quisiera decir sí.
Tan parecido al amor pues.
Y si el que ama no puede pensar, el que bebe menos. Y todo lo damos, todo lo damos.
Ocurre que el cerebro se confunde, ese desconocido que controla nuestra existencia recibe la señal de endorfinas liberándose y no sabe si está entrando en un proceso embriaguez o de enamoramiento.
El cerebro, ese cabrón. Y el alcohol, ese culero. Puestos a destruir ese par pueden aniquilarnos.
La cosa es que mi atontado cerebro y el alcohol me proporcionaron un par de historias que quiero contarles: conocí al señor Q en un breve curso de simbología hace algunos años, no me interesaba especialmente pero él sí ponía mucho interés en mí; pasaron las semanas hasta que una pantanosa noche en una pantanosa fiesta, coincidimos. Se empeñó durante horas lanzando su artillería pesada contra mí pero el verdadero knock –out vino luego del cuarto mojito (hasta donde recuerdo). Hagamos aquí una decentísima elipsis y situémonos en la mañana siguiente. El oprobioso momento en que una se pregunta, ¡¿qué hice?! … superamos como pudimos esos incómodos minutos bajo la luz del día buscando nuestros respectivos jeans, le ofrecí un vaso de agua y le pedí, amablemente, que se fuera de mi casa. Pero el señor Q, víctima de al menos una docena de mojitos, recuerdo que bebía al doble de velocidad que yo, creyó que estaba enamorado.
Oh, no, señor Q.
Mensajes no, querido; llamadas, menos; flores, jamás; libros, bueno; y chocolates también. Pero yo no tenía el menor interés. Lo comprendió luego de insistir durante algunas semanas en que le devolví todos sus obsequios pero me quedé con los libros (cómo esperar otra cosa de esta lectora carroñera) y a cambio le regalé otros. Y me prometí que nunca más. Grabé a fuego esta promesa en mi interior: no lo vuelvo a hacer.
Pero lo volví a hacer. El apuesto L se me apareció una deslumbrante noche en medio de una deslumbrante fiesta. Tres mezcales: esta vez, me dije, no tomaré más de tres. Suficientes para sentirme flechada hasta la pulpa de la osamenta.
L y yo hablamos de alcohol y literatura honrando a Bukowski, Hemingway, Óscar Wilde y Chavela Vargas. Es decir que fuimos un par de idiotas llenos de lugares comunes pero sintiéndonos únicos y brillantes.
Volvamos a la elipsis, porque ahora es cuando viene la lección. (Ja)
A la mañana siguiente me levanté feliz. Me bañé, preparé café y puse a tostar pan fantaseando eufórica con los planes para mi futura vida con L que cuando despertó apenas me miró, dio dos tragos al café y se enfundó en los jeans como pudo. Yo hice lo propio y es que éramos nosotros mismos pero la luz ya era otra… es que amaneció sin querer, como canta el malagueño Toni Zenet, otro santo patrono de las decepciones etílicas.
Esperé un par de días a que sonara el teléfono, ya saben, por si tal vez se había sentido intimidado en mi casa y lo que necesitaba era tiempo. Oh, no, señora Alma. No.
Ni mensajes, ni llamadas, ni flores, mucho menos libros o chocolates. Lo di por perdido.
Me dolió poquito pero sentí que con L compensaba el daño causado a Q y me sentí en paz con el universo volviendo a los sabios versos de José José: hay que ver cómo es el amor, que vuelve a quien lo toma, sobre todo a quien lo toma derecho.
Y es que el alcohol amansa egos como el mejor domador de fieras y permite que sucedan las historias que luego podemos contarnos (o no). Eso, al menos para mí, siempre será un saldo a favor.
Y como dijo Bukowski:
Creo que necesito un trago.
Casi todos lo necesitan,
solo que no lo saben.