Alma Delia Murillo: De Comala al Estado de México
Hay orígenes geográficos que presagian tragedia.
Hace poco, mientras releía Pedro Páramo y reparaba en la impresión de Juan Preciado cuando llega a Comala y se encuentra con esa calamidad de pueblo, me sorprendí por la contundente similitud de sus descripciones con el miserable Estado de México que tan bien conozco.
Nací en Nezahualcóyotl y crecí en San Agustín y Ecatepec, es decir, que recorrí senderos grises con olor a basura fermentada durante mi niñez y adolescencia. Más de una vez falté a la escuela por alguna falla en el transporte, porque los microbuses se atascaban con el agua que desbordaba las cañerías durante las lluvias, porque una banda asaltaba el microbús y se llevaba mi mochila o simplemente por no tener dinero para pagar el viaje.
Todavía hoy, cuando visito los rumbos, me pregunto cómo hacen los mexiquenses para salir a trabajar, a tomar clase de siete, a buscarse la vida.
Hay un fragmento de Pedro Páramo en el que Damiana Cisneros describe Comala: Este pueblo está lleno de ecos. Yo ya no me espanto. Oigo el aullido de los perros y dejo que aúllen. Y en días de aire se ve al viento arrastrando las hojas de los árboles, cuando aquí, como tú ves, no hay árboles.
Desde luego a Comala le faltan patrullas, balas, cristalazos, extorsiones y propaganda electoral para estar a la altura del Estado de México al que me refiero.
Quienes han caminado por Tultitlán, Chalco, Cuautitlán o Tecámac; quienes han transitado cerca del bordo de Xochiaca conteniendo la respiración ante ese hedor inmundo, saben de lo que hablo y saben que no exagero.
Este es un país, lo digo sin arrogancia y con profunda tristeza, donde el abolengo y la estirpe están definidas más que en el apellido, en el código postal; es un país de castas y las de los municipios del Estado de México que mencioné son, sin duda, de las más bajas.
Eso es lo que permite, entre otras cosas, comprar un voto por la promesa —incumplida— de seiscientos pesos mensuales o a cambio de una tarjeta que alcanzará para un kilo de arroz, otro de frijol, un cartón de huevo y tres latas de atún en el supermercado, o tal vez por un salario rosa que pretende maquillar el alarmante índice de asesinatos de mujeres en la entidad. El hambre. El agotamiento. La ignorancia. Pero también la medianía que se conforma.
Es verdad que el hambre duele, primero en la boca del estómago, después en la cabeza y luego duele en todo el cuerpo; sé que ese kilo de arroz y frijol pueden aliviarla en lo inmediato, pero aceptarlo del PRI a cambio de un voto es comer de la mano de la muerte.
Han sido 87 años de Partido Revolucionario Institucional, ochenta y siete años a lo largo de los cuales millones de familias han visto por generaciones replicarse la misma falta de oportunidades, la tragedia cíclica que regresa, el camino de cristales rotos que te obliga a andar de puntitas sobre niveles de delincuencia cada vez más inauditos pero con la certeza de que antes o después te tocará: que te roben el celular en el mejor de los casos, que violen a tu hija o a tu hermana, que asesinen a tu vecino porque no quiso pagar su cuota de extorsión a las mafias de la narcopolítica.
Las banquetas son aceitosas, el alumbrado público no alumbra, los señalamientos viales son casi inexistentes, los policías son ladrones, las áreas verdes son más bien pardas, las aguas son negras, el salario rosa será pálido y la sangre seguirá siendo roja.
El atraso social de la entidad es, además de vergonzoso, hiriente. Por eso cuesta imaginar razones para darle el voto al PRI en estas elecciones pero si ese partido vuelve a ganar será que tal vez, como en Comala, en el Estado de México todos están muertos. O al menos, sin alma.
@AlmaDeliaMC