Alma Delia Murillo: Dos amigas
Tenía 23 años cuando experimenté con toda su fuerza los ataques de pánico que derivarían en un transtorno de ansiedad que me paralizó la vida temporalmente. Tenía 23 años y una amiga: Gloria.
Nunca le agradeceré suficiente su amor, su comprensión, la roca fuerte que fue para mí. Gloria me lleva más de veinticinco años, así que fue una guía, una maestra y, a veces —aunque ninguna de las dos quisiéramos— una madre.
Trabajábamos juntas haciendo consultoría en unos conceptos muy gringos y muy acá llamados Customer Relationship Management y Marketing 1to1 que no eran otra cosa que replicar el antiguo modelo de la tiendita del barrio que conoce bien a sus clientes, pero con una base de datos y otros remiendos de tecnología.
Éramos una pareja que había que voltear a mirar, francamente. Gloria es guapísima, tiene un cuerpo con cintura de avispa y una melena de leona furiosa; yo contrastaba con ella por mi juventud hiriente y morena. Y teníamos un sentido del humor que sólo nosotras comprendíamos, atravesábamos la ciudad y las salas de juntas de los corporativos más mamones siempre a golpe de carcajada.
Ella me enseñó a viajar, a presentar un pitch, a creer en mis capacidades profesionales, me prestó montones de libros y discos de jazz. Todo invaluable. Pero la verdadera enseñanza, el regalo fundamental que vino de mi experiencia con ella, fue aprender a leer mi alma y sus abolladuras, como le gustaba decir.
Una mañana llegamos a las oficinas de Nestlé en el impío y recalcitrante barrio de Polanco, yo ya había tenido episodios de pánico que más o menos lograba controlar pero aquella mañana, mi psique se desató con todo y terminé tirada en el piso, hiperventilando, atendida por Gloria mientras unos clientes muy importantes nos veían con cara de presenciar una catástrofe nuclear porque tuvimos que cancelar la reunión.
Me sacó de ahí y me llevó a un hospital, yo insistía en que mis ataques de pánico eran el presagio de un infarto y, aunque ella sabía que lo mío era un cuadro de ansiedad, me llevó al cardiólogo para que me quedara tranquila. Me entregaron mi electrocardiagrama que no revelaba más que un corazón de atleta (desde entonces yo corría largas distancias).
Salimos de consulta, subimos a su auto —que llamábamos “la unidad”—, avanzamos un poco y luego Gloria se orilló a mitad de Constituyentes, apagó la unidad, prendió las luces intermitentes y me dijo: lo que tú tienes no hay que arreglarlo en el cuerpo, sino en el alma.
Ese día me cambió la vida, porque supe que lo que Gloria decía era exactamente lo que necesitaba escuchar: que no me iba a morir, que mi cuerpo y mi metabolismo estaban bien; que tenía un arduo trabajo por hacer con mi psique y mis emociones. Me recomendó con su psicoanalista con quien, durante siete años, acudí una vez por semana para reparar las abolladuras de mi alma.
No se puede hacer nada cuando la salud emocional está en el límite, nada. Mi camino de reparación en la terapia me permitió tomar las riendas de mi vida: apostar por mi vocación, reconocer que no quería casarme ni tener hijos, reconciliarme con mi origen y amarlo, poner límites en las relaciones de pareja donde antes me iba de bruces sin contención alguna.
En una entrevista reciente me preguntaron qué le sugería a las mujeres que buscan acercarse al feminismo, si alguna lectura, algún tipo de estudios académicos, alguna formación. Y yo pensé en Gloria, y supe que sí, que la revolución empieza con dos mujeres que se hacen amigas.
Cuando hay una amiga que te acompaña, que te dice yo te entiendo, yo voy contigo, yo te espero, yo te creo; el universo abre una puerta con posibilidades infinitas.
Mi madre me ha contado más de una vez de aquella amiga que le dijo que no estaba bien que mi padre la maltratara, que podía separarse de él, tener otra vida.
Pienso en mi amiga Giovanna que tantas veces me rescató de mis dolores, que fue por mí para encontrarme en mitad de la madrugada en alguna calle de la Ciudad de México; pienso en Luz Elena, que me cuidó cuando interrumpí un embarazo; pienso en Mónica que me ayudó a sobrevivir el infierno corporativo con su amistad luminosa, pienso en Domi que siempre tiene tiempo para escucharme, pienso Marcela que me ayudó a enfrentar una crisis familiar brutal y en la otra Marcela que me presta su consultorio para que tenga dónde escribir. Pienso en Coca que me hospedaba y me alimentaba cuando éramos estudiantes universitarias y yo no tenía un peso. Pienso en Julia que cree en todo lo que le propongo y que me acompaña siempre aunque esté peleando sus propias batallas. Pienso Rossana y en Paula y en Gabi que me están acuerpando ahora que necesito sentir que tengo un cuerpo más grande, un colectivo para resistir, que me hacen sentir que no estoy sola.
Cuántos proyectos que cambiaron al mundo habrán empezado con dos mujeres que se hicieron amigas. Cuántas de nosotras hemos cambiado gracias a una amiga que nos permitió avistar otro mundo posible.
Toda la transformación que cabe en la empatía, en la resonancia, en el espejo incendiario de dos mujeres que se rebelan. Toda la revolución que cabe en la ternura, y en dos mujeres que se hacen amigas.