Alma Delia Murillo: Ella
Desde la primera vez que la vi fue un imán. Yo caminaba y ella leía.
Tirada en la esquina de Aguascalientes y Nuevo León, acodada sobre el pavimento y con el pelo teñido de azul cayéndole sobre la frente, parecía concentrada en un libro cuyo título no pude leer.
El sol le pegaba en la cara sucia y joven, su expresión era casi plácida.
A su alrededor se acumulaban coloridas bolsas de frituras, botellas de plástico, un montoncito de prendas de ropa.
Ella.
Poco a poco empezó a volverse parte de mi paisaje recurrente, cuando no la veía en esa misma esquina, la encontraba en el camellón de Alfonso Reyes o cruzando hacia Insurgentes con una cobija roja que arrastraba a modo de capa.
Me provocó algo en cada encuentro. Sí, quizá es la culpa del bienestar o la incomodidad de clase, quizá el terror interiorizado ante la locura y el abandono que viene de mi historia familiar, diría también que cierta tristeza, que cierta rabia.
Pero incluso hoy no sé lo que siento, sólo puedo sacar en claro que me altera que sea tan joven, que a menudo esté leyendo un libro, un periódico o una revista.
Siempre sin zapatos o sólo con uno, de pronto con un vaso de café desechable en la mano, ella es un dolor que reta desde su conciencia a la mía que han conectado varias veces cuando hacemos contacto visual. Quizá hubiera preferido verla inconsciente, totalmente enloquecida. O no verla.
Ella, que no sé cómo se llama.
El año 2017, después del sismo del 19 de septiembre tuvimos una interacción mínima; conocí su voz, vino al centro de acopio que organizamos con los vecinos en el edificio. Pidió café y “no tendrás unas calcetitas”, le dimos ropa, zapatos, no quiso la cena. Sí el café. Y las calcetitas. Su voz sonaba equilibrada y agradecida.
Desde la primera ocasión que la vi hasta ahora han pasado un par de años, cada vez está día más deteriorada. Hará cosa de un mes traté de moverla pues se quedó tirada bocabajo entre la avenida y el camellón y podían atropellarla, reaccionó violentamente. Me fui.
Ella.
Me marcó la imagen de la entrepierna de su pantalón manchado con sangre de su periodo menstrual. El cuerpo puede ser una fuente infinita de humillaciones si no hay forma de atenderlo.
Luego de esa tarde empecé a fantasear con llevarla a mi casa, ofrecerle una ducha, servirle un buen plato.
Pero está cada vez más intratable. Ayer por la mañana, cuando regresaba de correr, la vi en su esquina, completamente desnuda, peleando contra un enemigo imaginario. Me trastornó más la indiferencia de los otros que la desnudez de su cuerpo enrojecido como si se hubiera revolcado en arcilla. Gritaba algo, pude notar que ahora le faltan un par de dientes.
Atendí mis tareas del día pensando en llevarle una muda de ropa. Por la tarde preparé una bolsa con un cambio completo y comida. Cuando llegué a su lugar no estaba a pesar de que minutos antes la había visto ahí mismo, todavía desnuda.
Una angustia expansiva se desparramó en mi pecho, pregunté aquí y allá. El desasosiego se filtraba en mí como cuando era niña y no lograba ayudar a alguna de mis compañeras más pequeñas en el internado donde crecí y aprendí que el desamparo es menos desamparo si lo enfrentamos en colectivo.
Volví cuatro veces; anochecía cuando los del restaurante de la esquina me dijeron que podía dejar ahí las cosas y que ellos verían que nadie se las llevara, que ella siempre regresaba. Eso hice.
A la mañana siguiente me asomé. Ahí estaba. Dormía bocabajo sobre su cobija roja, llevaba puesta la ropa que fue mía, mis tenis negros, mi playera azul. Un cúmulo de emociones se me atragantaron.
Qué espejo perturbador fue verla vestida de mí.
Ella podría ser yo. O yo podría ser ella.
Cómo negar lo fortuito y azaroso que es el lugar que ocupamos en el mundo, cómo apaciguar el escalofrío de imaginar que cada uno podríamos ser otro pero somos este.
Tú, yo, ella.
Y hoy pienso que millones, quizá por primera vez, se plantearon que podrían ser Miguel. Nos hemos visto, y el espejo ha vuelto a incomodarnos.