Cultura y Artes

Alma Delia Murillo: Inventario gozoso de la mexicanidad

se_864208084Fue una pregunta extraña porque si me hubiera preguntado sobre la terrible situación del país o los escalofriantes casos de inseguridad, yo me habría desbocado contándole la retahíla de tragedias que ocurren incesantemente. Foto: Alberto Alcocer / @beco

La distancia más que física, es metafísica. En ella sucedemos de un modo distinto. Y es que resulta tan indefinible como palpable eso que se siente cada vez que nos alejamos, que nos distanciamos de casa, de la familia, del cómplice amoroso, de lo que nos da las credenciales para decir esta soy yo y esta es mi vida.

Sintiendo eso y metida en un taxi que me llevaba al aeropuerto de Nueva York para volver a la Ciudad de México, intentando sostener una conversación en inglés con Mustafa cuyo acento pakistaní chirriaba junto a mi estridente acento mexicano; me preguntó qué tenía nuestra ciudad para ofrecer al mundo. Fue una pregunta rara, de esas que detienen por un segundo la sangre en la cabeza y que pueden tener mil respuestas o sólo una.

Fue una pregunta extraña porque si me hubiera preguntado sobre la terrible situación del país o los escalofriantes casos de inseguridad, yo me habría desbocado contándole la retahíla de tragedias que ocurren incesantemente.

Pero con sus erres marcadas y su mirada ojerosa desde el espejo retrovisor, insistió en que le hablara de nuestras maravillas y me obligó a pensar diferente.

El trayecto no era eterno y la amiga que me acompañaba se quedó dormida con el ronroneo del auto, así que me las arreglé para darle un mal resumen, algo escupí sobre la enseñanza infinita de la diversidad y el mestizaje, en la Ciudad de México tenemos de todo, le dije a Mustafa. Quiso saber de la comida especiada y picante similar a la suya y yo acordé que sí, que eso tenemos en común: platillos que son un reto para el paladar y que entre la acidez y el picor te hacen retorcer como si tuvieras esclerosis múltiple pero que son aditcivos e irremplazables.

Le intrigaba el asunto del mariachi y nuestra afición al canto, me pareció un cliché y lo es, pero no pude negar que cantar y bailar son un bálsamo para el alma. Luego dijo algo de los bigotes de los hombres mexicanos, supuse que bromeaba pero imagino que hay paisanos cuyos bigotazos causarían la envidia del Maharajá más Maharajá del imperio Indio.

El retrovisor me devolvía su mirada interesada, chispeante, sonriente. El espejo lateral registraba espectaculares, Coca-Cola, LG, Swatch… Cerré los ojos. Pensé en mi kilometraje recorrido sobre la ciudad de México en todos estos años.

El reflejo de un edificio contra otro. Un hombre bronce ataviado de danzante azteca ejecutando su baile sin mirarnos. Las insospechadas ventas de semáforo: chicles, máscaras del enemigo público del momento, luces navideñas, paraguas, mangas para proteger el brazo del sol. El espectáculo diario del niño con las nalgas de payaso. El payaso disfrazado de anciano. El payaso aquel que nunca olvidaré con su peluca rosa mexicano, su nariz rojo alcohol y dos dientes, sólo dos, amarillo cigarro.

Atravieso el paisaje a través del espejo, a través del ojo Cíclope que mira en rectángulos. El retrovisor me cuenta la cara de ese otro país y me recuerda la cara del mío. Miro en el rostro de Mustafa algo que se parece al de mi gente.

El taco de canasta, pienso, le cuento también sobre el taco de canasta, el taco al pastor, el taco con copia y sin copia. Se ríe. Me río. Llegamos. Despierto a mi amiga.

Wonderrrfful Mexico, se despide el pakistaní y yo registro que huele a cúrcuma o al olor de esa cultura que no sé nombrar con precisión. Ah, recuerdo, los mexicanos somos limpios, nos bañamos a diario, nos untamos desodorante o limón con bicarbonato, es otra cosa buena, lo sé luego de haber experimentado intercambios amorosos con europeos reticentes al agua. Me río.

Mi amiga y yo corremos a la ventanilla, antes de abordar, devoro una bolsa de papas con mucho chile. Empiezo a moquear, a chuparme los dedos enrojecidos por el picante. La fila es una fila de paisanos que reímos, nos abrazamos, no tenemos miedo del contacto, de expresar en público el afecto. Un contraste notable con los paseantes neoyorkinos que se piden perdón cada vez que, por accidente, se tocan.
Delante de mí viaja un niño solo, suenan sus pies en el piso, sacude el asiento, me asomo a su pantalla, está viendo una película pero baila, zapatea inconscientemente sobre su pedacito de suelo en ese avión que nos lleva a la ciudad ámbar, dulce y picante, infinita y cercana. Me gusta escuchar las condiciones del clima y las horas que durará el vuelo, me gusta pensar que ese niño y mi amiga y ustedes y yo somos México. Que eso es indestructible, a pesar de la enfermiza ambición y de la pulsión saqueadora de los políticos corruptos que —tremenda desgracia— también son mexicanos.

Me hago de un menú especial con cacahuates enchilados y cerveza fría, estoy de bueno humor y brindo por ese niño, por Mustafa, por ustedes, por mí, porque a pesar de todo, nuestro inventario de maravillas es inagotable.

@AlmaDeliaMC

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