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Alma Delia Murillo: La muerte roja

La Muerte Roja había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era su encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre.

Ese es el arranque del magnífico cuento La máscara de la muerte roja, de Edgar Allan Poe. Esperen, que las coincidencias con este México del 2020 son alucinantes.

Poe plantea una peste terrible, los infectados empiezan con agudos dolores y luego de un vértigo repentino, los poros de la piel sangran y la muerte es casi inmediata; distinta en síntomas letales a los del Covid-19 pero, espero convencerlos de que lean el cuento, increíblemente parecida en el retrato que hace de la sociedad y de la miseria humana.

Un poco de contexto: Allan Poe nació en 1809 y  murió en 1849. Hace más de ciento setenta años que Poe escribió este relato planteando una epidemia ficticia pero cuyos paralelismos con nuestro presente son escalofriantes. En el relato —que no les voy a contar porque no quiero arruinarles la experiencia de leerlo, aparece un príncipe Próspero, desde luego poderoso y adinerado que, en medio de la peste y el sufrimiento de miles, decide hacer una fiesta privada en su abadía fortificada y particular. Cómo chingados no.

Próspero bien podría apellidarse Salinas Pliego o Slim o llevar el nombre del oligarca en turno que a ustedes más les guste. El príncipe es un miserable ser humano; un tipo acostumbrado a que el mundo gire en torno suyo y mentalmente desequilibrado como les ocurre a quienes el dinero les mutila la inteligencia y los deja sin la dosis mínima de realidad.

Así que cuando la población lleva cinco o seis meses en confinamiento, Próspero hace una fiesta “privada” para mil amigos. Una suerte de mascarada fastuosa, exquisita y obscenamente cara. Sigo hablando del cuento, pero cualquier parecido con la realidad es porque la realidad está muy jodida.

El cuento está lleno de espléndidas imágenes, es un banquete para la imaginación, no exagero. Poe describe que la abadía de la súper party tiene siete salones decorados en diferentes colores: azul, verde, púrpura, naranja, blanco, violeta y negro. Tan parecido al semáforo de emergencia, que no al amor.

Pues he aquí que en mitad de la fiesta aparece un personaje indeseable, un colado, un advenedizo, el no invitado que nunca falta y lleva, por supuesto, una máscara escarlata cubriéndole el rostro. Próspero enfurece, se indigna, quién carajos lo dejó pasar.

Pero ni el príncipe ni los mil invitados pueden hacer nada para detener a ese ser perturbador que llegó a alterarlo todo.

Aquí me detengo. Pienso ahora en este tremendo verso de la poeta Delfina Acosta: de mi infectada herida, siempre roja.

Y el símbolo está aquí de nuevo, más puro y más preciso y más condensado que la realidad para explicarnos la realidad misma. Y vienen todas estas imágenes a mí cuando recuerdo que siendo niña pensé que la tristeza no era azul sino roja porque arde, quema.

¿Es tan difícil contradecir a los Prósperos del mundo? ¿no hay vacuna contra los poderosos, millonarios, megalómanos, desequilibrados?

Si con esa sabiduría infantil aprendimos el mundo en colores. Aprendimos que rojo era señal de alarma. Rojo sangre, mejillas rojas, fiebre. Semáforo rojo. Peligro. Alto.

Ruge roja la herida que no sana. Roja se irrita la piel enferma. Rojos los ojos de quien no descansa.

Roja la soberbia.

Roja la ira.

Negra la muerte.

Repito. Rojo. Rojo. Rojo. Semáforo rojo. Que se vayan a la mierda todos los Prósperos del mundo. Porque somos sangre.

Y vuelvo a Poe que espanta y repara porque ese es el milagro de la literatura: Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.

Rojo. Roja. Un límite que llega. Una palabra que arde.

 

 

 

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