Cuando algo se me atora en el pecho suelo buscar un libro.
No lo busco para conjurar el llanto sino todo lo contrario, lo hago para poder llorar en serio, en plan depurativo y desde el fondo de mi legión de tarántulas en el alma. Pero a veces no lloro y es porque me ocurre algo casi mejor: a veces las palabras de un texto forman un dique que me contiene, me explica y hasta me hace sentir que ser lo que soy, no está tan jodido.
Delinearse a sí mismo más que reflejarse a sí mismo es el milagro de la identidad que experimentamos quienes nos hemos encontrado en un libro. O en varios.
Unos meses atrás mi adorada sobrina adolescente me dijo que leer le provoca roña, que leer está sobrevalorado y que le dan mucha hueva los feligreses de Cortázar que andan por ahí con actitud de la divina trinidad es Rayuela, un café y un cigarro. Ah, y todo con fondo de jazz como rezos de católicos estreñidos, lo peor es cuando te preguntan si ya la leíste y respondes que no, de inmediato se escandalizan ¿no has leído Rayuela? ¿Dios nuestro señor no te ha salvado?, que no mamen; agregó despectiva. Ándele, cabrón.
Sentí una estocada en el centro del pecho, estuve a punto de contestarle «¿También tú, Brutus?«, pero mi grandilocuente referencia no hubiera servido de nada pues lo más probable es que mi sobrina se quedara en blanco porque Shakespeare y Julio César también le provocan roña.
El hecho es que me guardé mi escándalo de católica estreñida en defensa de la lectura porque intuí que el discurso despectivo de mi sobrina entrañaba algo verdadero y que quizá sí es una monserga ir por ahí con la cantaleta de decirle a los demás que lean porque leer te da este y aquel beneficio, te corrige la mala ortografía, te hace guapo, eleva tu atractivo sexual y te llena de cultura, en una de esas hasta es bueno para perder peso y para aliviar el dolor de articulaciones.
Lo cierto es que hay una incómoda cercanía en la competencia de lectores contra no lectores con aquello de hippies contra hipsters. Batallas de neurosis ideológicas.
Lo que digo es que ser los angelitos coronados con la aureola de santo lector despreciando a las huestes del mal que no leen, es en buena medida un dogmatismo que, bajo el contexto de nuestra compulsiva interacción digital, se ha reforzado en los últimos tiempos pero poco o nada sirve para despertar el antojo lector.
A algunos de nosotros, cuando éramos niños y adolescentes que no sacaban la nariz de un libro o un cómic, nos pegaban tres gritos para que soltáramos el distractor y nos regañaban por flojos y buenos para nada, nos mandaban a hacer alguna diligencia a la calle o nos imponían alguna tarea doméstica. Y leer era tan gozoso por eso, porque no servía para nada, porque no tenía ningún objetivo utilitario ni de acumulación de datos para presumir en las redes sociales.
Y me olvidé del asunto por un tiempo pero he vuelto a escuchar los cada vez peores promocionales que invitan a pasar veinte minutos al día frente a un libro y que, con el imperativo “lee”, dan la orden para que llenemos nuestras cabezas de letras. Pues no, si esto se parece a comer garnachas o al sexo, sería intolerable que nos dijeran cómo y cuánto tiempo coger o cómo preparar y comernos un taco callejero.
Creo que darle sentido de utilidad a la experiencia de leer, la degrada.
Y mientras más lo pienso, más me convenzo de que leer no sirve para nada, por eso hay tanta belleza en ello, por eso es un acto de resistencia contra la imbecilidad de las reglas de lo productivo.
Vuelvo al punto donde comencé. A mí me ocurre, constantemente, que me encuentro en un libro, que pego un pedazo roto de mi identidad con las historias que leo, pero la identidad es única e intransferible, sin importar que mi sobrina comparta mi sangre.
Así que haré el esfuerzo de guardar silencio como obligación única frente al libro y dejaré que cada quien se coma el taco como se le antoje. O que no se lo coma si no le da la gana.