Alma Delia Murillo: Llovidos y apalabrados
La Ciudad de México es así: mitad estancamiento y mitad progreso, toda desastre. Mitad gozo y mitad desesperanza, toda emoción.
Vivir aquí es sobrevivir, tal como lo dijo Ibargüengoita, ese amo de las palabras y del sentido del humor.
Ya sé que no debería, pero hay un pequeña sensación, un hipo de alegría que nace de mi maldad innegable: celebro cuando una señora tormenta nos agarra a chingadazos y nos deja sentados en la lona.
Muy dosmileros y muy clase media, muy inalámbricos y muy generación de internet pero qué fascinante es mirarnos atascados frente al fenómeno de la lluvia.
Pareciera que sólo ante la naturaleza volvemos a ser tribales, orgánicos, antiguos, casi respetuosos.
No me alegro de las tragedias, no. Y si de renegar bajo la tormenta y mentar madres se trata puedo escupir un rosario de carajos, chingadamadres y valevergas al ritmo que haga falta. Que sí, que la lluvia es una monserga, un dolor de gónadas, un sufrir tres horas en el periférico y cancelarlo todo pero es también un alivio.
Porque entonces no hay nada que hacer más que esperar a que pase, qué respiro. Porque no hay sonido que se imponga a ella, qué desahogo recuperar el sentido de nuestra justa dimensión: somos ínfimos.
Amén de sus beneficios agricultores y alimenticios, la lluvia tiene también vocación de regalo cuando nos encuentra refugiados. O al menos a mí me lo parece.
Es bajo una tormenta repegándose a un extraño resguardado en el mismo techo que han nacido inimaginables historias amorosas. Es bajo la lluvia que el cuerpo busca ese cuerpo conocido —cuando hay la suerte de tenerlo— y ya se sabe, nada como contemplar una tormenta empiernados.
Pero hay otra, y es la maravillosa posibilidad de que con la lluvia se vaya la luz y no quede más que encender una vela y abrir un libro.
Paraíso pluvial.
Justamente por eso, hoy me dio por pensar que la lluvia también es personaje literario, lleno de significados como el que más. Es increíble la cantidad de novelas que la llevan por título; para abrir boca y cerrar ventanas, les comparto estas tres que yo he leído. Digo, más vale estar preparados porque la tormenta, como el criminal al lugar del crimen, siempre vuelve.
Tiene que llover, de Karl Ove Knausgard (Anagrama 2017). No me canso de compartir mi admiración por la prosa de este autor noruego, en Tiene que llover Knausgard anhela que pase la sequía literaria. Un texto que se queda resonando en los huesos.
La lluvia antes de caer, de Jonathan Coe (Anagrama 2009). Una novela íntima y poderosa que narra a través de una cinta, la historia de una mujer enamorada de otra cruzando por los demonios y los secretos familiares; lo que se esconde de padres a hijos.
Novela de la lluvia, de Karen Duve (Siglo XXI editores, 2005). Perturbadora, tensa, una casa consumida lentamente por la lluvia; novela negra maravillosamente narrada, llena de matices descriptivos, de esos libros que no quieres soltar porque ellos no te sueltan.
Lo sé. Que se caiga el cielo como se cayó estos días en la Ciudad de México es una tragedia bíblica, pero ni todo, ni tanto. Nada que un buen abrazo o un buen libro no puedan consolar. Sé también que algunos prefieren pasar la lluvia bajo el abrigo de los memes y las redes sociales pero me pareció maravilloso pretexto —una es viciosa sin remedio— para hablar de esos bichos rastreros que tanto quiero: los libros.
@AlmaDeliaMC