Alma Delia Murillo: Marcas y vulnerabilidades
Imagen: De la colección Libros surrealistas de Jonathan Wolstenholme
Un libro no es lo que lees, es lo que sientes. Es la maldita duda que se inocula en tu alma, es el deseo incontenible de decirle a otro que lo lea.
Y por eso señalarlo, dejarle cicatrices y luego acariciarlas amorosamente con saliva es el meta diálogo que abres con quien lo leerá después de ti, con quien te escuchará contarle la historia de esa historia, con quien verá tu corazón temblar al borde de una frase subrayada con una línea sinuosa y calenturienta.
Ah, qué pinche cursi sueno, ya lo sé. Pero es que el otro día escuché a unos airados intelectuales de sistema cognitivo fruncido, decir que rayar un libro es una falta de respeto. Han de ser los mismos que piensan que a la mujer no se le toca ni con el pétalo de una rosa. Pos qué es eso, compañeros, toquen a sus mujeres, o a sus hombres o su persona transgénero y todas las variantes amatorias que gusten y manden. Tóquense.
Es que un libro no es un objeto, es una experiencia. Como el amor. Como el cuerpo, como el lenguaje.
Ah, el placer de descubrir una palabra nueva. Y subrayarla, doblar la página y masacrar sangrías con la uña para luego detenerse ante el asombro y palpar el hundimiento del papel con la punta del dedo.
Ay, ese morboso placer de detectar una errata que ni el autor ni el editor ni el formador de estilo vieron.
A mí me gusta pensar en los libros como algo sucio, sabroso, tan carnal como espiritual. Y creo que por eso me son indispensables y por eso leo desde que era niña. Nada más anticlimático que presentarlos como la pieza de culto metida en una vitrina inalcanzable. Nada más inhumano que no querer dialogar con ellos.
En fin, que pretender entrar a un libro para dejarlo intacto y salir ilesos de él, me parece un despropósito. Es como pretender enamorarse sin sentirse vulnerable. Es una imposibilidad ontológica, no hay pinches cómo, para decirlo en mexicano.
Así que ya me voy a buscar una pluma roja y asesina para herir a mansalva la fantástica novela Los versos satánicos de Salman Rushdie (Debolsillo, 2006).
No sin antes aclarar que dedico esta inútil diatriba a la liga de defensores del gel antibacteriano, a la hermandad del pelo engominado, a la secta de la quesadilla está obligada a llevar queso, a la orden de la letra no puede salir del margen, al regimiento del bolígrafo debe ser negro y el libro permanecer intocado, al sacerdocio de la corrección política, al clan del plástico protector para la pantalla. Y, especialmente, a la cofradía del pacto para elegir a la persona correcta.
A todos ustedes que —como yo— salieron reptando de un útero: húmedos, pegajosos, chimuelos y en pelotas; muy lejos de lo impecable y lo correcto.
@AlmaDeliaMC