Alma delia Murillo: Mujercitas, calladitas
En el prólogo a la edición de Frankenstein del año 1831, Mary Shelley explica por qué escribió semejante monstruosidad.
Lo hizo porque los editores —y algunos lectores— no comprendían qué razones podría tener una dulce jovencita para concebir aquella fábula terrorífica. Más allá de la anécdota, reparo en el hecho de que debió dar explicaciones por lo que había escrito.
Si una mujer tiene que explicar por qué vive como vive, por qué usa tales o cuales ropas, por qué no tiene hijos o por qué anda sola en la calle, no es de extrañar que una mujer tenga que explicar por qué escribe lo que escribe. Faltaba más.
La criatura que Mary Shelley diseñó a través del doctor Víctor Frankenstein era aterradora, fea, instintiva; ninguno de esos adjetivos pertenece al campo semántico de los que se esperan en las mujeres: nosotras debemos ser agradables, bonitas, recatadas. Y aunque podría pensarse que lo de Mary Shelley se constriñe al contexto histórico, el lejano siglo XIX, temo que la visión mutilada sobre aquello que a las mujeres nos corresponde pensar y manifestar sigue vigente.
Para muestra el estudio que el año 2016 publicó The Guardian bajo el título The dark side of Guardian comments donde analiza más de 70 millones de comentarios recibidos a lo largo de diez años, el resultado es demoledor: de los diez escritores más agredidos, ocho son mujeres. El análisis profundiza en un montón de variables pero destaco estas: si las mujeres opinan sobre política, noticias o ambiente; la agresión es mayor. Si opinan sobre moda, hay menos acoso. Y el tipo de descalificación nunca es argumentativa, me refiero a que los acosadores digitales no responden a las mujeres columnistas contraargumentando sobre el tópico del que han escrito, no; la descalificación es física o personal: fea, tonta, malcogida o puta, amargada, ya consíguete un marido, etcétera. ¿Les suena?
No maten a la mensajera. Pueden consultar y revisar ustedes mismos la publicación de The Guardian, está en línea.
Quienes escribimos —hombres o mujeres— sabemos que escribir y publicar es un ejercicio de exposición, es una forma de mostrar el interior, de ponerle nombre y firma a una postura vital o política; sabemos que la incomodidad y la vulnerabilidad vienen con este oficio. Pero es notable el sesgo agresivo hacia las mujeres, la saña con la que se descalifica y —pareciera que eso nunca va a cambiar— el irresistible ataque contra el cuerpo femenino que sigue siendo territorio de conquista, afirmación, ofensa y troleo. Hagan el ejercicio de asomarse a los comentarios que reciben en Twitter las mujeres que en México opinan sobre política. O no, si quieren ahorrarse el mal rato.
En Teoría King Kong (Penguin Random House, 2019), la escritora Virginie Despentes hace una reflexión sobre ser mujer y escribir: “Existe una relación entre escritura y prostitución. Emanciparse, hacer lo que no debe hacerse, ofrecer la intimidad, exponerse a los peligros de ser juzgado por los otros, aceptar la exclusión del grupo (…) Convertirse en una mujer pública. Ser leída por cualquiera, hablar de aquello que debe permanecer en secreto, exhibirse en los periódicos… entra en conflicto evidente con la posición que se nos asigna tradicionalmente: mujer privada, propiedad, mitad y sombra del hombre.”
Ya sé, dinamita la sinapsis, yo tuve que volver a leerlo varias veces. Pero si el planteamiento incomoda es porque algo tiene de verdad.
Durante ocho años publiqué una columna sabatina en el periódico digital SinEmbargoMx, mantuve largo tiempo el hábito de responder a cada uno de los comentarios que recibía, hasta que no pude más. Es cierto que se dieron intercambios interesantes y respetuosos pero cuando los comentarios eran agresivos, eran siempre del mismo tono: preguntaban a quién le había hecho favores sexuales para escribir en ese medio, me llamaban cuarentona amargada, alguno afirmó que la pobreza de mi genética indígena obvia en mi rasgos y mi piel morena era la responsable de que yo fuera tan tonta, otros me decían que se masturbaban pensando en mí y tantos más me llamaron provocadora y pidieron que aguantara sus propuestas sexuales porque yo lo propiciaba despidiéndome con “abrazos” en algunas de las respuestas. Si yo me lo buscaba, tenía que asumir la consecuencia. Pero el comentario descalificador que más se repitió fue el de quienes me pidieron que me limitara a hablar de literatura o de “cosas bonitas”, que no me metiera en política porque estaba incapacitada para ello.
La semana pasada volví a leer Mujercitas de Louisa May Alcott, quienes conocen la obra recordarán el momento en que Jo lamenta no ser hombre, si fuera hombre podría ir a la universidad, votar, hacer tantas cosas.
La biografía de Louisa May Alcott cuenta que ella no quería escribir la novela, un texto por encargo en el que debía sembrar valores positivos para las mujeres jóvenes de la época. Al final, como ocurre con la buena literatura, resultó en un clásico que trasciende temporalidades pero yo no dejo de intuir que la segunda parte “Aquellas mujercitas” o “Buenas esposas” (oh, sí) que es el título bajo el que más se ha difundido la continuación de la obra, significó una concesión, una batalla perdida, al menos una fustración para L.M. Alcott. Al contrario de la autora que nunca se casó, el personaje Jo sí lo hace, se convierte en esposa y madre. (Perdón por el spoiler pero 150 años después de publicada la obra… no ha lugar. Pos oigan).
Hay una extraordinaria novela de Siri Hustvedt titulada El mundo deslumbrante (Anagrama, 2015) que ilustra de manera contundente lo que trato de decir: la protagonista es Harriet Burden, una artista plástica casada con un reconocido comerciante de arte, mientras el marido vive, Harriet pasa desapercibida en su medio. Pero una vez que enviuda, decide prestar sus creaciones a tres artistas masculinos como una suerte de experimento de género. Esos tres hombres convertidos en álter ego de la artista logran el éxito que a ella le fue negado presentando las mismas piezas.
“Todas las creaciones intelectuales y artísticas, incluso las bromas, las ironías o las parodias, tienen mejor recepción en la mente de las masas cuando estas saben que, en algún lugar detrás de una gran obra o de un gran engaño, se encuentra una polla y un par de pelotas”, ese es el arranque lapidario de la novela de Hustvedt, que además tiene un sentido del humor notable.
Quizá por esa razón, el deseo de Jo de ser hombre sigue revelando una realidad vigente: un mundo en el que las mujeres tenemos que dar explicaciones incluso de nuestro pensamiento.
Tal vez exagero, me digo. Y luego repaso lo ocurrido en México en los últimos meses: que las mujeres no protesten enojadas, que no protesten cantando, que no salgan de noche, que no activen las alertas de búsqueda si van a tener el mal gusto de aparecer vivas y viviendo. Que se callen, señoras, que se callen.
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Texto originalmente publicado en el periódico Reforma el mes de febrero del año 2020