Alma Delia Murillo: Palabrotas
Dice la Real Academia de la Lengua Española:
Palabrota: Dicho ofensivo, indecente, grosero.
Grosería: 1) Descortesía, falta de atención y respeto. 2) Tosquedad, falta de finura y primor en el trabajo de manos. 3) Rusticidad, ignorancia.
Digo yo, basada en mi real gana.
Palabrota: palabra muy larga compuesta por muchos caracteres, por ejemplo, desoxirribonucleico o desproporcionadamente.
Grosería: estandarte del territorio libre y catártico de nosotros los prófugos de las absurdas buenas maneras, del eso no se dice, de la tía regañona, del colegio de monjas, de la maestra pellizcona, del papá autoritario, de la madre cabrona. Por ejemplo: pinches, pendejos, culeros todos ellos.
Me preocupa sobremanera, queridos lectores, darme cuenta de que, a estas edades, siendo semejantes adultos con nuestras gónadas plenamente desarrolladas —y en algunos casos en franco declive— sigamos bajo el yugo de comportamientos inducidos a punta de cintarazos, encierros, castigos y silencios distantes. Es que no podemos seguir como niños sufrientes delante del plato de sopa que no queríamos tomarnos, sometidos al insoportable relamido de pelo detrás de las orejas o temblando como gorrioncillos ante la idea del castigo divino. Pos qué es eso, repitan conmigo: soy adulto y si me da mi rechingada gana puedo decir todas las groserías que quiera. Otra vez, con más convicción. Otra, con mala sangre. Eso, muy bien.
Me mata de ternura leer y escuchar expresiones del tipo: “pinqui, cañón, verch, verdolaga”. Se dice pinche, cabrón y verga. Por lo menos en México, estoy consciente de que, bendita diversidad, el tema es vasto en el mundo hispanoparlante y que en Sudamérica o en España tienen sus propias y maravillosas joyas.
Porque si el culo se llama culo por más feo que suene, la verga ídem.
Ya, tranquilos, respiren, sí lo dije. Sí soy yo diciendo todas esas vulgaridades.
¿Que no debería un escritor decir tales barbaridades? Se equivocan. El lenguaje es pasión y poesía pero también herramienta. Estaría muy jodida, en el hoyo y cavando si yo misma me limitara o reprimiera. A ver díganle a un pintor que no use un color determinado porque es de mal gusto o a un bailarín que no haga tal movimiento porque es desagradable. A que no.
¿Que no dicen groserías porque tienen hijos? Ternuritas, cositas lindas y encantadoras. Permítanme que los espabile y los pervierta un poco: sus hijos se saben más palabrotas de las que podríamos imaginar. Y todas son más soeces y perturbadoras de lo que nosotros “los adultos” concebimos.
Un buen día me puse a jugar con mi sobrina de dieciséis años a decir groserías en orden alfabético. Es que el trayecto era largo y nos dirigíamos, sin muchas ganas, a una reunión familiar.
Madre mía. Me quedé sin aliento la mitad de las veces: cada vez que era su turno. Dijo tantas y tales cosas que pasé tres noches sin poder dormir nomás de acordarme. Le pregunté si sus primos (casi diez años menores que ella) conocían todo ese bagaje científico y me contestó que ellos le habían enseñado gran parte su abundante glosario de términos.
Por supuesto que no les dije nada a mis hermanas, las madres de las criaturitas en cuestión. Soy todo menos una traidora de la hormona adolescente. Una tiene sus lealtades muy definidas.
En varias de mis columnas me han escrito varias veces reprendiéndome por decir malas palabras. Sé que hay quienes no lo toleran, ya han dejado comentarios vaticinándome una vida terrible por ser tan grosera pero hoy estoy muy pinche insoportable y una vez más les diré que se equivocan: la vida no tiene prejuicios, ni si quiera con las palabras.
Es más, casi me atrevo a concluir lo contrario: desobedecer es bueno. No hay mito fundacional que no pase por la historia de algún desobediente que le pintó huevos y mandó a a la chingada a los dioses, al destino y, desde luego, a los buenos modales. Por algo será.