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Alma Delia Murillo: Pistolar

Jugaba con mis sobrinos en el bosque, cinco y ocho años. De pronto el mayor encontró una rama más o menos gruesa y curva en el piso, de inmediato la configuró como arma; “te voy a pistolar”, me dijo. Me hizo gracia que convirtiera el sustantivo en verbo y también reparé, con cierto alivio, en que había dicho “pistolar” y no “matar”. Así que me “pistoló” y yo caí haciendo aspavientos en tono clown para el beneplácito (y las burbujeantes carcajadas) de mis sobrinos.

Recordé anoche esa escena, pensé qué haría yo para explicarles lo que las pistolas hacen de verdad si fueran mis hijos, cómo educar sobre ese tema navegando a contracorriente en una realidad que se tiñe de sangre un día sí y otro también.

Llámenme ridícula, que ya lo tengo asumido como mi tercer nombre, pero no dejo de preguntarme cuál será el detonador que nos hace olvidar que hemos diseñado un mundo alrededor de muy eficientes métodos para matar, poseer y legalizar la posesión de otros seres humanos y su entorno, para luego —jactanciosos— llamarle a eso marco jurídico, carta magna, civilización, país, república y hasta monarquía (¡monarquía!).

Y también llamamos a esa posibilidad de matar en cuestión de segundos a otras personas, entretenimiento.

Me lo pregunto de veras, porque soy fan del cine Western, por ejemplo, porque adoro las películas de Tarantino, porque también encuentro fascinante el mundo de las armas antiguas, porque pasé meses en un devaneo obsesivo para saber si Antonieta Rivas Mercado se habría suicidado con una Colt Petersen o no.

Y realmente no creo que la solución sea borrar de un plumazo todos eso contenidos para pretender que somos más evolucionados, porque además no se puede ignorar el componente identitario y emocional complejísimo que hace tomar decisiones homicidas a algunos individuos; pero cómo negar que algo habrá limado en nosotros acostumbrarnos a ver muertes estéticas y en brillante colorimetría cinematográfica.

Hemos aprendido, pacientemente, durante siglos, una pedagogía de tolerancia a las armas.

En las ferias, en el clown, en los juegos infantiles, en las películas, en las canciones, en todos lados.

Esa narración esquizoide, despegada de la realidad que concluye un “lo mató” y termina ahí, es como aquella de los cuentos románticos donde las parejas se unían y eran “felices para siempre”. Como si no hubiera un después, un dolor inenarrable, un universo personal que se derrumba, una familia que se desmembra, una realidad desoladora.

Pero más allá de la ficción, nos hemos habituado a que el mismo día las noticias hablen de una masacre en Guanajuato, otra en la colonia Roma, tres feminicidios más, los crímenes de guerra en Ucrania (como si no fuera la guerra misma un crimen), y el tiroteo en una escuela de Texas donde diecinueve niños y sus profesoras son asesinados por un muchacho de dieciocho años que tranquilamente y dando varias señales previas al crimen, pudo cometer porque el componente de “legalidad” de su edad para la compra de armas lo permitió.

Y todo pasa delante de nosotros en notas con encabezados dolorosos que nos hacen reaccionar con furia, con tristeza, pero quizá también con resignación.

¿Por qué nos resignamos? es la pregunta que me consume y se me ocurren respuestas torpes y naif pero hay una que, por obvia, salta la vista; aunque se enojen, señores, tenemos que seguir repitiéndolo: esto no es “normal” porque “el mundo así funciona”; esto ocurre porque las reglas, la legalidad y la geopolítica la han definido los varones desde una muy patriarcal, marcial y violenta concepción de la existencia.

No es normal la guerra en Ucrania.

No toca resignarse a un narcoestado con sus masacres.

No es una tragedia más de este horrible mundo sin remedio un tiroteo en una escuela.

No se trata de fenómenos metereológicos o desastres naturales inevitables, es el consenso que permite asesinar; es esa deformación puesta en marcha, firmada y legalizada.

El problema no es que mi sobrino juegue a “pistolar”, el problema es que el trigger de esos asesinatos está en un engranaje diseñado y normado como una gran arma para permitirlos.

Cada vez que leo, y que yo misma pienso “el mundo es una mierda”, me pregunto: ¿el mundo es una mierda o son una mierda las reglas que, históricamente, los señores han definido para configurarlo?

 

 

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