Alma Delia Murillo: Poquita cosa
He aquí tres fórmulas seguras y comprobadas para llegar a la infelicidad: querer ser el primero, querer ser el más grande, querer ser el mejor.
Y se los digo de una vez, queridos lectores, no hay garantía de éxito. Porque es probable que pasemos la vida intentándolo y que no lo consigamos. O peor: que lo consigamos sólo para darnos cuenta que la vida no se trataba de eso.
Por pura lógica, como dijera mi compadre el entendido, solo hay un lugar para el primero desde esta concepción monoexitosa (qué feo suena). Tomando una muestra de cien seres humanos, estamos condenados a producir un ser feliz por noventa y nueve fracasados. Algo anda mal.
Es casi tribal el origen de esta tendencia natural a sentirnos subyugados por lo grande, lo imponente, lo fuerte y poderoso. Ante el volcán Vesubio yo también me arrodillo y lo vuelvo el Cíclope de mi mitología personal. ¿Pero ante la Terminal 2 del aeropuerto de la Ciudad de México con sus paredes de queso gruyère gigante o sus macetotas de cantera salidas como de un mal sueño?, ¿ante el inmenso panal galáctico del que hace gala su majestad Carlos Slim con el museo Soumaya? ¿o ante la estela de luz, emblema de la desvergüenza calderonista? Citen el monumento y obra pública que quieran: siempre guardan una impecable relación directamente proporcional entre el tamaño, la feladad y la cantidad de mierda que el funcionario público en turno quiere cubrir con su gran obra. Mientras más grande el adefesio, más feo y mayor corrupción. Es así y ya podemos vomitar bilis sobre nuestra declaración de impuestos que es la olla mágica de monedas de oro que patrocina todas esas calamidades.
Pero miremos hacia nuestros propios hábitos y deseos: las pantallas planas cada vez más grandes que nos empeñamos en meter a la recámara donde a veces ni siquiera hay el espacio suficiente para mirarlas con la perspectiva adecuada. “Te acostumbras, luego se te hace horrible ver en una pantalla chiquita”, decimos muy ufanos.
La caja idiota evolucionó a la pantallota idiota. En una de esas el tamaño de la tele también es directamente proporcional a la idiotez. Quién sabe.
Puedo seguir con las porciones de comida; los vasotes de refresco grande, extra grande y extra no mames grande. Y basura, basura, basura. En cantidades descomunales, por toneladas.
Confundimos lo grandioso con lo grandote, como se dijo alguna vez de los pintores muralistas mexicanos.
Pero siempre llega el momento en que lo grande revienta para volver a poner la materia en pedacitos. Desde el Universo mismo hasta las construcciones más ampulosas pasando por todos los imperios que ha habido en la historia.
Regreso a la fórmula de la infelicidad, ¿para qué angustiar a un niño diciéndole que tiene que ser el primero, el más grande o el mejor? Es horrible crecer escuchando ese mensaje, se convierte en fuente de incontables frustraciones y nada puede cambiar el hecho de que uno es quien es y que la posibilidad del brillo es absolutamente personal y que para llegar a ella hay que atravesar procesos únicos.
Habitando en lo pequeño hay permiso para ser felices de muchas maneras, con poquita cosa. Ahí donde lo que importa es el ser y no el lugar, hay espacio para todos.
Y no, no estoy ensalzando el conformismo y la grisura; sólo intento recuperar el sentido común.
Revaloremos lo pequeño.
Una gota de lluvia aislada no es la lluvia, es la suma de todas las pequeñas gotas lo que hace ese espectáculo unas veces hermoso y otras devastador.
Un punto de luz no es el paisaje de una ciudad de noche, son todos los puntos de luz juntos. Los caminos de adoquines que tanto me gustan, son la presencia de una piececita al lado de la otra. O los rompecabezas, que son fascinantes por el milagro de ver las partes convertidas en un todo.
El lenguaje mismo es la suma de cada pequeña letra convertida en palabras, luego en historias o en arengas históricas; pero también hay un silencio para cada palabra. El silencio y el vacío, el no tener, complementan la existencia.
Me gusta pensar que el equilibrio del Universo se sostiene por la relación entre cada expresión de vida microscópica y cada vacío milimétrico.
Vamos narrándonos la existencia de otra manera porque la vida con puros triunfadores grandotes y exitosos —los dioses nos libren— sería invivible.
Dejemos la verdadera magnificencia a los árboles o a las montañas o al cielo abierto, y que nuestra poquita cosa de conciencia sea, como puede ser, el mayor de los consuelos.