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Alma Delia Murillo: Romances de oficina

No te conozco, no me importas y no mereces siquiera una mirada. Esa suele ser la actitud, sospechosamente distante, de quienes se traen algún jaleo amoroso en la oficina.

Ya saben a lo que me refiero, hacen un despliegue de excesiva indiferencia pero luego resulta que, casualmente, el par de indiferentes coincide todas las veces en la cafetería, en el elevador o en el estacionamiento y que, con una sincronía cósmica, toman sus días de vacaciones en las mismas fechas. Y hacen todo esto, criaturitas, convencidos de que nadie los ha descubierto y que están siendo súper discretos.

La conducta conquistadora, seductora y licenciosa en los centros de trabajo es tan vieja como la humanidad misma y aunque el personal se escandalice y se promuevan linchamientos y hasta foros de discusión con sus infaltables consejos moralinos para evitar el romanceo; a mí me resulta de lo más natural que si las personas pasan ocho o diez horas juntas diariamente y, si aún les corre sangre por las venas a pesar de que la maldición de la grisura oficinera intente chuparles toda vitalidad, ocurra lo inevitable. Lo raro, enfermizo y desolador sería que no naciera algún enculamiento, enamoramiento, o hasta futuro matrimonio (la gente es muy necia) gestado en las pasmosas horas laborales.

Dicen las estadísticas, que ya sabemos nunca son de fiar pero al menos nos aproximan algún dato, que alrededor del 40% de las infidelidades se cometen en el entorno laboral, y tiene sentido. Yo duré veinte años ininterrumpidos trabajando en oficinas y pude atestiguar unos seis o siete casos; y quiero decir que los atestigüé porque uno de los dos miembros de la pareja me lo confesó de viva voz o porque, de plano, los vi con mis propios ojos dándose unos besazos. Quiero contarles un episodio que ahora me resulta muy querido.

Trabajé algún tiempo en un centro telefónico, ahí estaba yo con mi diadema de operadora y un sistema de resolución de casos que me obligaba a atender una llamada apenas veinte segundos después de haber concluido la anterior para que no disminuyera mi productividad; aquello era una locura, a ese ritmo en mi jornada de seis horas atendía unas cien o ciento vente llamadas diarias; siempre terminaba con dolor de cabeza y las orejas zumbando. Pero es que además del salario miserable había un bono por productividad para el mayor número de casos resueltos y eso hacía que valiera la pena el esfuerzo.

En aquellos años, y dudo que haya cambiado demasiado el perfil, el personal en los centros de atención solíamos ser mayoritariamente mujeres: estudiantes, madres solteras, y poquísimos hombres que, por contundentes razones de oferta y demanda, resultaban muy codiciados.

Los famosos call center tienden a ser eternos galerones —caballerizas, sería más apropiado decir— donde se colocan líneas de doce o quince operadores telefónicos apenas separados por una mampara, de tal forma que con sólo echar un poco hacia atrás la cabeza, puedes ver perfectamente al compañero o compañera de junto y a todos los demás.

Yo quería reunir dinero extra para poder pagar mi examen de admisión a la Escuela Nacional de Teatro del INBA, así que estaba hecha una fiera con el asunto de la productividad y el bono; pero claro, no era la única con la ambición de ganar el primer lugar del mes. La cosa es que un glorioso día llegaron a mi grupo cinco miembros nuevos que tomarían las llamadas de soporte técnico: tres señores y dos chavitos que de inmediato se convirtieron en el centro de interés de todas las de la línea. Eran feos, lo juro por los dioses, uno en particular tenía una dentadura que daba pena y los otros estoy segura que no han vuelto a tener tanto éxito con las mujeres en su vida.

Pues he aquí que un mediodía, poco antes del receso, la chica de al lado me pregunta si, por casualidad, traeré un condón entre mis cosas porque bueno, se avecinaba el romance y, aprovechando que era quincena y que cruzando la avenida había un hotel, ella y G (el de los dientes de miedo), se procurarían alguna habitación para dar rienda suelta a sus pasiones.

Sí, yo traía un condón en la mochila, el paquetito lucía triste con las orillas descoloridas pero aún estaba vigente. Se lo di.

Y casi tuve una epifanía cuando comprendí que los sementales recién llegados no tardarían en alborotar todas las rutinas horarias de mi grupo. Fui a los baños y busqué a la señora de limpieza que vendía dulces, chicles y toallas sanitarias; esforzándome por no ofenderla, le hice saber que tenía una aportación para su negocio; me escuchó atenta y para mi fortuna resultó una visionaria que sin el menor empacho aceptó mi propuesta. Al otro día llegué con una tira de condones y se la entregué, le prometí que le llegarían clientas constantemente y le pedí que se asegurara de tener visible la mercancía.

Y así como se los cuento, sucedió una cosa detrás de la otra: muy pronto se corrió la voz de que la señora vendía condones y, muy pronto también, se empezaron a ver cajetillas de cerillos con el logotipo del hotel vecino en los bolsos de varias de las chicas, pero lo mejor vino cuando la productividad de la mayoría se fue al suelo y la mía creció como espuma pues muchas de ellas regresaban tarde del receso o pedían permiso para salir temprano y, cuando el sistema de distribución automática sólo encontraba mi terminal disponible, me asignaba todas las llamadas.

Tenía dieciocho años entonces pero aún recuerdo cada rostro como si los estuviera viendo, recuerdo mi corazón rebotando en el pecho cuando anunciaron quién había ganado el bono y la alegría con la que fui a la ventanilla del banco a pagar mi derecho al tortuoso examen de admisión que duró tres semanas hasta que por fin apareció mi nombre en la lista de alumnos aceptados en la escuela de teatro. Me alcanzó también para comprar un par de tenis que fueron mis compañeros durante los primeros dos semestres.

Lo de los técnicos no duró mucho más porque aquello se volvió un cañaveral de pasiones imposible de manejar, así que el mismísimo y aterrador departamento de recursos humanos tomó la resolución de acondicionar el área de los almacenistas para que los de soporte pudieran tomar las llamadas desde ahí. Fin de la historia: hombres con hombres y mujeres con mujeres. Voilà, lo de siempre.

Se llegaron a escuchar todo tipo de rumores: que fulanito había salido primero con sutanita y luego con su mejor amiga y que por eso ahora ellas no se hablaban, que a una pareja de desesperados los habían agarrado en pleno arrimón encerrados en el cajero automático que había dentro del estacionamiento, que no sé quién estaba embarazada.

Sí, sí, ya sé que es muy inquietante pensar que tu pareja puede engañarte con algún compañero o compañera de la oficina pero, seamos honestos ¿no sería infinitamente más inquietante y triste la extinción del deseo en los centros de trabajo?, ¿es que acaso preferimos que el veneno laboral del universo Godínez extermine también las ganas de enamorarse?

Y aunque admito, sin pudor, que si me enterara de que mi pareja me engaña tendría ganas de matarlo y probablemente intentaría pasar de las ganas a la ejecución; también comprendo que es un absoluto despropósito pretender que donde se reúnen dos o más seres humanos, el deseo y las calenturas se mantengan al margen. No puede evitarse, gente querida, y en el mundo respiramos más de siete mil millones de personas para constatarlo.

Porque la potencia de la vida es implacable y no habrá norma de conducta o código laboral que sea capaz de detenerla.

 

 

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