CulturaGente y Sociedad

Alma Delia Murillo: Sombra y silencio

Pensó en cualquiera que estuviera vivo o que hubiera comprendido el rito incomprensible de vivir.
—Onetti

Cuando era niña tenía un juego compartido con mi hermana: no pisar la línea de las banquetas al andar. ¿Jugamos a no pisar raya?

Y allí íbamos, esquivando las cicatrices sistemáticas del asfalto, cicatrices simétricas, calculadas.
El juego pronto lo invadió todo: no pisar el borde de las escaleras del metro, no pisar las líneas blancas de los pasos de cebra, no pisar las coladeras. A veces imaginábamos que si pisabas raya, harías explotar una bomba de dimensiones épicas, o que al pisar la coladera caerías al fondo del infierno o liberarías a monstruos inenarrables. Lo hacía emocionante.
Ese rasgo infantil se convirtió en un ritual que conservo en mi vida de adulta, ahora es ridículo, lo sé, pero una no es lo que quiere sino lo que puede ser como dice el clásico.
Evito pisar las líneas y en temporadas como esta, evito los tramos de la calle donde no hay sombra, si estoy corriendo hago una intrincada ruta para correr sólo los trayectos sombreados.
Por algo el infierno, ya nos lo advierten la Biblia y Dante, es caluroso.
Pero de pronto me ocurre que las últimas semanas están todas hechas de líneas amenazantes, coladeras succionadoras y páramos ardientes. Adentro y afuera. En la calle. En mi interior. En esa pasarela de furias digitales.

La calle es un tiroteo. Vivo en la delegación Cuauhtémoc que lleva años hecha un congal de obra pública sin pies ni cabeza. Todas las calles están rotas, las flamantes empresas que ganan las licitaciones tardan hasta dos o tres años en reasfaltar una avenida, descomponen la luz, rompen los ductos de gas, hay un basurero permanente de residuos de la obra que ha convertido el paisaje en una vergüenza.
La obra pública. Esa calamidad. Esa gallina de los huevos de oro. Es vistosa y permite justificar presupuestos millonarios que vayan ustedes a saber en qué paradisíaco departamento con jacuzzi terminan, allá en las ciudades de primer mundo donde sí habrá sombra de los árboles, pulcritud y cuentas más o menos claras.

En fin que llego a casa acalorada, con el sudor pegándome la playera al cuerpo, con la piel llena de polvo; sabiendo, a pesar de todo, que soy una privilegiada. Que cuando vivía en el Estado de México hacía cuatro o cinco horas diarias en el transporte para tener acceso a esta indescriptible Ciudad de México y llegar a la universidad o a la oficina.

Algo dentro me incomoda, no sé muy bien qué. Quizá es la fecha. Marzo y abril. Esos aniversarios secretos que el alma recuerda aunque parezca que la memoria no. Síndrome de aniversario, le llaman en psicología.
El hecho es que llego a casa con ganas de llorar. Llorar es no entender y es entenderlo todo. El llanto tiene su propia inteligencia, me digo. Y lo dejo estar.

Quizá es tanto trabajo, tanto esforzarse, tanto ser adulto en un sistema que no premia ni la decencia ni la responsabilidad asumidas como causa de vida. Quizá sólo me jode darme cuenta de que hacerse adulto es un incesante malestar.
No conforme con el desasosiego creciente, me meto a las redes sociales a las que, lo admito, soy adicta. Y ahí estoy, viendo pasar pleitos, opiniones, comentarios ignorantes y otros luminosos (los menos), agresiones, agravios, categorizaciones, siendo yo misma parte de eso.
Y en periodo electoral, el atasque. Pareciera que cada cuenta de Twitter o de Facebook es el cuarto de guerra mediática del partido de su preferencia. Uf. Pfff. Agh.
Somos agotadores. Todos contra todos.
Por algo el infierno son las multitudes, ya nos advierten Dante y la Biblia de los millones de almas clamando.

En el pueblo de mi abuela la gente mayor se sienta a la sombra a contemplar en silencio la calle vacía. Hay muchas definiciones de paraíso, creo que por fin he dado con la mía:

El paraíso es la sombra y el silencio. Y, si se puede, un libro.

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