Alma Delia Murillo – Treinta años: estribillo de tragedia
Hoy mi entorno es otro pero mi país, qué putada, parece ser el mismo. Foto: Tomada de Internet
Era jueves y yo tenía siete años.
Y no sabía lo que era un temblor, la palabra tragedia tampoco tenía resonancia en mí.
Estaba terminando de abotonarme la camisa blanca que era el uniforme de la destartalada escuela pública donde cursaba segundo de primaria en Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de México; ese paraíso de calles a medio pavimentar y cables de alumbrado público inconcluso que serpenteaban por todo el barrio.
Ya desde entonces el paisaje del Estado de México era puro hormigón y asfalto, sin áreas verdes visibles y con mucha pobreza evidente.
Es que en el entorno urbano pobreza y fealdad son inseparables. En el campo es otra cosa porque los montes, los árboles y sembradíos son un remanso donde se pueden posar los ojos sin sentirse miserable.
Era jueves, eran las 7:19 de la mañana, era 1985 y yo tenía siete años.
Sentí un mareo. Conocía la palabra mareo y su significado porque desde entonces mi metabolismo quejica y vulnerable respondía con mareos a los viajes en autobús y a los juegos mecánicos.
Estoy mareada, pensé. Tan mareada que perdí el equilibrio y caí sobre mis rodillas. Entonces apareció mi madre.
Está temblando, dijo.
No hubo más palabras, me tomó de la mano, llamó a mis hermanas mayores que estaban en la casa y nos puso a salvo en la calle.
Entonces supe lo que era un temblor y entendí que era algo desastroso. Lo supe por la reacción de las vecinas que gritaban, lloraban, se hincaban y repetían rezos con sus hijos colgados de las faldas llorando también a todo pulmón contagiados por el miedo de ellas.
Mi madre estaba sorprendentemente tranquila, o aparentaba muy bien. “No va a pasar nada, espérenme aquí”.
Desde afuera la vi entrar andando como si estuviera ebria, haciendo eses por todo el pasillo de nuestra casa (que ni era nuestra ni era digna de llamarse casa) todavía en obra negra.
Los cables chicoteaban en lo alto de las calles sostenidos por esos postes gigantes como si formaran parte de un happening y me pareció que había cierta belleza en ello, no eran quijotescos molinos de viento pero hipnotizaban al mirarlos.
Luego de un rato apareció mi madre con un portafolios verde donde estaban los documentos importantes de todos y el poco dinero que tenía ahorrado. Nos abrazó.
Poco a poco pasó la sacudida. Los gritos y llantos bajaron de intensidad haciendo un lento fade out hasta que el silencio se volvió más aterrador que el escándalo de antes.
En los rostros de los adultos había pánico, en las caras de los niños desconcierto.
Volvimos a la casa y mi madre se aferró a la disciplina de diario, se aferró a la normalidad, ahora lo comprendo, para no asustarnos.
– Terminen de ponerse el uniforme, se nos va a hacer tarde.
Mi hermana y yo pusimos ojos de plato pero obedecimos. Resultó que una pared de la escuela –mediocre obra pública de la que se vanagloriaba el gobierno de entonces- se había caído y otra estaba a punto de desplomarse.
– Se suspendieron las clases, señora.
Le dijo el conserje a mi madre mirándola como si fuera una loca recién escapada del manicomio.
No era para menos. Mientras ella se empeñaba en ejecutar su estrategia de normalidad para no derrumbarse y llevarnos a la escuela como si nada hubiera ocurrido, el país entero estaba paralizado y la ciudad de México se desmoronaba. Edificios emblemáticos colapsaban como mazapanes en la zona centro. El contador de muertos aumentaba a cada minuto.
Hasta un día antes en la radio sonaban “Devuélveme a mi chica o te retorcerás entre polvos pica-pica”, “We are the world, we are the children…” y “estamos en crisis” cada bendita hora.
Pero ese diecinueve de septiembre todas las transmisiones se salpicaron de “hasta ahora podrían ser 1000 muertos, 2000 muertos… 3,000”. El contador no se detuvo durante días y días.
Ahora se dice que pudieron ser 20,000 muertos, que las cifras oficiales eran mentira. Pues sí, para eso eran oficiales. Recuerdo que fuimos a visitar a una tía que vivía cerca del centro y las calles despedían un olor penetrante a muerte.
Miro esos días tan lejos de mí y a la vez tan cerca. Han pasado treinta años justos.
Hoy mi entorno es otro pero mi país, qué putada, parece ser el mismo.
Era el PRI de entonces, se llamaba Miguel de la Madrid el Presidente en turno encargado de evadir todas sus responsabilidades, también esa, desde luego, porque después del temblor guardó silencio por tres días y no dio la cara hasta que no tuvo más remedio que pronunciarse. Los primeros rescatistas fueron miles de mexicanos improvisados y no el personal oficial asignado por el gobierno que, como siempre, llegó tarde.
Y aún así vivir en el Estado de México era una calamidad porque representaba un retraso en eras geológicas respecto de la vida en el Distrito Federal.
Las cosas no han cambiado mucho. Ante siniestros y atrocidades nacionales seguimos cantando estribillos y salmodias con el mismo contenido vergonzante: gobierno de ineficiencia, de incapacidad, de nula sensibilidad, de corrupción.
Pero quería contar esta historia para decir que a mis hermanos y a mí nos rescató mi madre, que nadie se adorne con logros institucionales. Nos rescataron mi madre y los vecinos, los amigos y los desconocidos que no dudaron en ayudar con lo que se pudiera porque se fue el agua y se fue la luz, porque mi madre perdió el empleo, porque éramos ocho hermanos a cargo de esa mujer a la que ni aquel terremoto le disminuyó las agallas.
A mis hermanos y a mí nos rescató el coraje de mi madre y la solidaridad de los vecinos, como a tantos otros mexicanos.
Resiliencia. Es una palabra que se ha puesto de moda en Psicología, “Capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas” dice el diccionario.
Lo mejor que tenemos los mexicanos sigue siendo eso: nuestra capacidad de resistir, de perderlo todo y florecer a partir de la nada, de bailar y cantar con la muerte sin dejar de respetarla. Lo peor de México sigue siendo lo que todos sabemos: este sistema de gobierno podrido de un extremo al otro, cínico y pervertido hasta la entraña.
Era viernes 20 de septiembre, eran las 19:37 de la noche, era 1985 y yo tenía siete años.
Está temblando, dije. Ya sabía lo que era un temblor y estaba a punto de comprender lo que era una réplica.
Y es que presenciaba la réplica más importante de aquel histórico terremoto pero también un loop, el funcionamiento de un disco rayado que seguiría sonando igual treinta años después.
Lo mejor de este país es la capacidad de resistencia de su gente, lo peor de este país es su sistema político, su gobierno corrupto y devastador. Lo mejor de este país es la capacidad de resistencia de su gente, lo peor de este país es … (se repite)
Tengo treinta y siete años, es diecinueve de septiembre del año 2015 y quiero reconocer –tiemblo al escribirlo– a todas las madres coraje, a todos los mexicanos honorables que se pusieron de pie y metieron el alma y el cuerpo para rescatar a alguien.
@AlmaDeliaMC