Alma Delia Murillo: Un abrazo largo y sudoroso
Para Saúl
Cada vez se ven más lejanos aquellos días en que aprendíamos con las emociones de por medio, sin otro bluetooth que el que expandía sus ondas en el esternón, en el estómago, en la piel.
Hace unos días un sobrino universitario me dijo que tiene terror de terminar la carrera “on-line” y me rompió el corazón. ¿Cómo calcular la inmensa pérdida para los procesos de aprendizaje cuando todo ocurre a través de una pantalla a la que hay que enchufar la psique por seis o hasta ocho horas diarias?
No recuerdo haber sido mejor ser humano que cuando estaba en la universidad y en el bachillerato, en el sentido de la exploración de mis límites emocionales, intelectuales; de mis elecciones amorosas y amistosas, de mis miedos transpirados junto a otros veinte estudiantes sudorosos que me rodeaban en un salón de clases. Éramos cuerpo presente, voces rumiando o gritando, vapores de hormonas, seres no tridimensionales sino multidimensionales, seres infinitos que estábamos aprendiendo a ser humanos.
¿Cuántos de nosotros nos enamoramos como imbéciles del compañero o la compañera de banca?, ¿cuántos coordinamos la fuga pasando un papelito de mano en mano para salir a recorrer el mundo que nos rodeaba?
¿Cuántos nos sentimos taquicárdicos ante un maestro o maestra que nos ponía nerviosos porque no habíamos estudiado un carajo o porque no entendíamos lo que ocurría en el pizarrón? pero aún así estábamos forjando un proceso de aprendizaje que destilaba emociones y nos enseñaba a hacernos cargo de lo que se SIENTE aprender en conjunto. No sólo del resultado que te permite conocer o ignorar la respuesta a una pregunta específica.
Recuerdo que teníamos un maestro de Matemáticas, un locazo que vivía en su mundo, enamorado de los números. Siempre que elegía a alguien para que pasara a resolver un ejercicio al pizarrón lo hacía con un juego que ahora me resulta entrañable pero entonces nos ponía los pelos de punta: empezaba por decir, como en el juego Adivina quién, “ahora voy a elegir a un muchacho que…” cuando decía muchacho, yo respiraba aliviada, no me alcanzaría la condena, pero a veces decía “una persona que…” y todos en el salón soltábamos una risita inquieta. Luego agregaba “use lentes”… si no llevabas lentes, te descartabas aliviada. Y después: “y que traiga un suéter de color…” y así. Aquello era como estar ante el oráculo de Delfos eligiendo a la próxima víctima para ser sacrificada a los dioses. Y no era violento, de verdad amaba las matemáticas y trataba de contagiarnos su amor por todos los medios posibles. Pero su pasión daba miedo. ¿Cómo podría eso transmitirse en una clase por zoom por más que se recurra a las nuevas pedagogías digitales?
No hay tecnología que reemplace a la experiencia humana que sólo se vive de cuerpo presente.
El Ciro Peraloca (así le decíamos al de Mate), a veces escribía una ecuación, daba play a una canción de los Rolling Stones en una grabadora inmensa que cargaba para la clase, respiraba hondo, y despejaba la ecuación hasta que se le acababan el último milímetro de la superficie del pizarrón y la pieza musical como en un happening artístico que nos causaba risa, pero de fondo provocaba también una profunda admiración. Terminaba siempre agitado y ante nuestro aplauso hacía una caravana que mostraba su cabeza calva y sudorosa.
Si no aprendíamos Álgebra, aprendíamos lo que es tener una pasión, pasión por el conocimiento.
Ya. Ya sé que sueno a la vieja arcaica de artritis mental y que cñora ya siéntese, pero algo nos iguala a los millennials, centennials, chavorrucos o cualquier otra nominación generacional que se les ocurra: somos uno en la necesidad vital que tenemos de relacionarnos. Nuestra especie ha sobrevivido gracias a los vínculos y los gremios. No podemos prescindir de nuestro componente emocional, de nuestra hambre interrelacional, no podemos renunciar de tajo a la necesidad del contacto físico, no podemos mandar al carajo una de las partes más importantes de nuestro sentido del tacto que transmite información infinita cuando nos tocamos.
No sé qué más decir. Sólo que le mando a mi sobrino y a quienes están estudiando en medio de esta sequía humana, un abrazo desde el bluetooth de mi corazón. Su resistencia me parece admirable.
Y que espero como agua de mayo que nos pongamos la vacuna para que llegue el día que podamos recuperar uno de los resquicios evolutivos más importantes de nuestra especie: el sentido del tacto y sus abrazos largos, apretados, sudorosos, humanos.