La historia de Carlo Pedersoli es una fábula de otra época, sobre todo por cómo llegó al cine
Obviamente, Bud Spencer no era mi amigo. Es decir, tuve la suerte y el honor de conocerle personalmente hace unos meses, para una entrevista, pero si entonces ya le consideraba un amigo sin haberle visto antes, desde entonces, para mí, solo en mi imaginación, insisto, era una especie de abuelo. ¿Cómo si no, con esta exageración, se puede explicar la sensación de familiaridad que causaba a mí y a buen seguro a millones de espectadores que han crecido viendo sus películas? Y ahora el sentimiento de íntima pérdida, de algo que se ha ido de nuestras vidas. Porque Bud Spencer y Terence Hill son la infancia de cualquier chico de treinta y pico para arriba, nuestras primeras escenas de violencia gratuita y desaforada, con escenas de mamporros que duraban minutos y minutos. Y esos ruidos de golpes que luego imitábamos en nuestras peleas. Películas en el cine de los curas del colegio, cintas de vídeo en los viajes en autobús, a media tarde en televisión… Eran una apuesta segura, porque han sido una de las cumbres del cine para todos los públicos. Hasta ponían sus filmes en Arabia Saudí. Ahora los ven mis hijos.
Solo supe muy mayor que Bud Spencer, como Terence Hill, era italiano, no americano. E incluso ayer, lunes, hablé con gente que se enteró ese mismo día. Cuando me lo dijeron pensé que eso no hacía más que explicar y agrandar su humanidad, y mucho más por ser napolitano, pueblo vital y maravilloso. Solo unos italianos, maestros de la desdramatización y el sentido lúdico de la vida, podían inventar el western sin muertos, incluso cómico, la violencia sin sangre, el juego infantil de la pelea por diversión llevado al cine con adultos.
La historia de Carlo Pedersoli, su verdadero nombre, es una fábula de otra época, sobre todo por cómo llegó al cine. Fue un niño de la guerra, emigrante en Brasil y llegó a Roma cuando se abría una nueva década, los cincuenta. La ciudad entraba en una de las mejores épocas de su historia —de hecho aún no ha superado esa nostalgia— y allí aterrizaba Hollywood. Chavales de barrio y las bellezas de cada pueblo, como Sophia Loren, chicos y chicas ávidos de futuro, surgidos de la posguerra, hacían cola en los casting americanos. Bud acabó de centurión romano en Quo Vadis, porque su físico de armario le daba esos papeles, pero sin abrir la boca, solo de fortachón o matón. Él mismo reconocía con humildad que no era actor, no se sentía actor, sino que hacía de actor. Entretanto, era campeón italiano de natación y participó en tres Juegos Olímpicos. Al final de su vida era de los que más orgulloso estaba. «He sido un campeón», me decía.
Un día se cansó del cine y lo dejó. Lo curioso es que el padre de su mujer era un pedazo de historia del cine italiano: Giuseppe Amato, el productor de La dolce vita. Casi nada. Pero Bud daba tanto por sentado que el cine no era lo suyo que ni le pidió un enchufe y se dedicó a otra cosa. Estuvo ocho años buscándose la vida en Sudamérica e hizo de todo, hasta trabajar en la construcción de la autopista panamericana.
Volvió al cine por casualidad, y porque le hacia falta dinero, en 1967. Ya mayor, con 38 años. Hizo un spaghetti western y luego otros muchos que le llevaron a menudo por Almería. Recordaba los viajes a Andalucía como una pesadilla interminable, pero tenía un recuerdo maravilloso de España y los españoles. Su éxito con Terence Hill en este país les llevó incluso a rodar una película en Madrid, Y si no, nos enfadamos, en los descampados del puente de Toledo. Cada vez que paso por allí lo recuerdo. Aquellas películas pueden ser vistas con condescendencia, como de segunda fila, pero son algo grande, puro entretenimiento sin pretensiones, con una simpatía difícil de emular.Spensieratezza es la palabra en italiano, ese estado de no estar preocupado ni pensar en nada en concreto, con la mente vacía de pensamientos. La ligereza de un gigante como Bud, la de la niñez.
Una de las mayores satisfacciones de mi vida de periodista, ya ven, ha sido entrevistarle, entrar en su casa y gozar de casi tres horas de su compañía tomando café. Cuando apareció en el salón tuve un momento de vértigo temporal, me volví aquel crío que disfrutaba en la oscuridad del cine y de repente tenía delante a una estrella. Eso es lo que era, en el nivel más interestelar posible, el de la fascinación infantil, cuando crees en ello de verdad. Las estrellas de cuando eres adulto son otra cosa. Además, conocí a un hombre bueno y sencillo, a un caballero. Su hijo ha contado que sus últimas palabras han sido simplemente «grazie». Grazie a te, grandissimo Bud.