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AMLO contra la cultura

Se esperaba que el primer gobierno de izquierda en México tuviera una cierta simpatía por los creadores. Pero en lo que se refiere a política cultural, el gobierno de López Obrador se ha obstinado en ser decepcionante.

Hace unos días, en su primer informe de gobierno, Andrés Manuel López Obrador dedicó apenas unos segundos a exponer las obras de su administración en materia cultural. Hizo bien al ser así de breve: su gobierno no tiene demasiado que presumir en esa área. Al menos en lo que a política cultural se refiere, el saldo de este primer año es resueltamente negativo.

La historia, se creía, iba a ser distinta. Después de un largo invierno neoliberal, al fin habría un gobierno de izquierda más o menos afín a la orientación política de la mayor parte de la comunidad cultural, dispuesto a invertir más en el sector y capaz de ver en las obras artísticas algo más que una fallida mercancía. Si las administraciones anteriores, de Ernesto Zedillo a Enrique Peña Nieto, se habían resignado a mantener de mala gana el aparato cultural —no sin mermarlo aquí y allá con puntuales recortes presupuestales—, de la nueva administración se esperaba, cuando menos, una disposición más generosa: una cierta simpatía por los creadores y un franco reconocimiento del valor de la producción artística.

En la realidad, el gobierno de AMLO se ha obstinado en ser decepcionante. No solo no ha habido un incremento al apoyo a las artes, sino que el sector cultural ha tenido que soportar las dificultades de siempre y otras más bien novedosas. Para empezar, la comunidad artística —escritores, artistas visuales, cineastas, músicos y un abultado etcétera— ha sido inesperadamente estigmatizada durante estos meses.

Como resultado, hoy existe una palpable tensión entre la comunidad artística y el gobierno que esa comunidad contribuyó a posibilitar. La luna de miel, si la hubo, duró muy poco y ahora las dos partes lucen irreparablemente distanciadas.

Ya en la presidencia, López Obrador ha atenuado su virulencia contra algunos de sus enemigos tradicionales —Donald Trump, la oligarquía, las televisoras— y ha debido hacerse, mañanera a mañanera, de nuevos adversarios: huachicoleros, asociaciones civiles, organismos autónomos, periodistas, científicos, académicos y, sí, artistas.

En más de una ocasión él y algunos de sus allegados se han empeñado en representar a los creadores como una más de las dañosas élites que el gobierno debe combatir: consentida y privilegiada, dependiente de las becas y del subsidio público, apenas productiva. No se olvidan al respecto las declaraciones de la senadora Jesusa Rodríguez en las que convoca a los artistas a dejar de «vivir del presupuesto» y a «aguantar sin privilegios». Tampoco se olvida aquel reportaje de Notimex (la agencia de noticias del Estado) que identificaba, a manera de criminales, a los creadores que habían recibido más apoyos del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca). Bonita cosa: apoyar la cuarta transformación y aparecer al otro día fichado en las notas oficiales.

El sector cultural ha sido golpeado, además, por algunos de los males que han azotado a otros sectores durante estos meses. Dígase austeridad: en 2019, la Secretaría de Cultura padeció un recorte presupuestal del 3,9 por ciento respecto al año anterior, se destinó así tan solo el 0,21 por ciento del presupuesto federal al sector, muy por debajo del uno por ciento recomendado por la Unesco. Dígase presidencialismo: empieza a ser claro que los principales proyectos culturales de este sexenio serán aquellos que son especialmente caros no al público ni a los creadores, sino a López Obrador; la distribución masiva de ejemplares de la Cartilla moral de Alfonso Reyes, la Coordinación Nacional de Memoria Histórica y Cultural (presidida por su esposa, Beatriz Gutiérrez Müller), la transformación de Los Pinos en un impreciso centro cultural.

La Secretaría de Cultura, encabezada por Alejandra Frausto, ha cooperado además con un nutrido repertorio de fallos y tropiezos particulares. Es variopinta la lista: falsas mudanzas a Tlaxcala, repetidas erratas en documentos oficiales, eventos religiosos en el Palacio de Bellas Artes, despidos injustificados, nombramientos inexplicables y, como remate, un subejercicio del presupuesto que bien pudo haber justificado un nuevo recorte en el paquete económico de 2020 (el cual prevé un mínimo incremento para el ramo cultural que ni siquiera es suficiente para devolver el presupuesto al nivel de 2018, el último año de Peña Nieto).

Ninguno de esos tropiezos ha sido tan sonoro y tan perjudicial para la relación entre los artistas y las autoridades culturales como el relacionado con las becas del Fonca, en particular las del Sistema Nacional de Creadores. Ya se han señalado algunos de los problemas de estos programas de apoyos: endogamia, pobre creación de públicos, débil profesionalización del sector. Habría que añadir que, al revés de lo que parecen creer algunos beneficiarios, este sistema, como todo programa público, debe ser evaluado y, en su caso, transformado.

El problema aquí es que la Secretaría de Cultura parecía dispuesta a hacer eso, reformar el programa de becas, sin un plan claro, con una sobrevaloración del apoyo que AMLO tiene entre los creadores y animados por esa envalentonada idea de que la cuarta transformación debe transformarlo todo, incluso lo que funciona. Más grave aún es que esas intentonas de reformar el Fonca se acompañaron de la campaña de estigmatización del gremio y de los recortes presupuestales y dejaron ver que la intención era menos mejorar el sistema que ahorrarse unos cuantos pesos aquí para gastarlos allá, en trenes, refinerías y beisbol.

No sorprende así que hoy sean multitud los creadores enemistados con el régimen. Tampoco asombra que el gobierno de AMLO —frustrados sus planes de reformar el Fonca, persuadido de lo difícil que es instrumentalizar la cultura y al tanto ya de la belicosidad de artistas y escritores— parezca encaminado a seguir los pasos de los sexenios anteriores: mantener a la fuerza los apoyos, recortar el presupuesto cuando sea posible y generar sus eventos culturales clientelares y propagandísticos —como la «Guelaguetza nacional» que prepararon para el 15 de septiembre— a través de otras instancias.

Para restaurar el vínculo entre los creadores y su gobierno, y estimular en verdad el sector cultural, AMLO tendría que hacer algo que no parece dispuesto a hacer: concebir el gasto en cultura como una inversión, y no como un despilfarro, y destinar más recursos al área, aun sabiendo que no podrá controlarla ni explotarla electoralmente. Como esto difícilmente ocurrirá, a los creadores les toca lo de siempre: persistir, defender su autonomía, crear disenso.

 

Rafael Lemus es escritor y profesor asistente en California State University. Es coeditor de El futuro es hoy: ideas radicales para México.

 

 

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