Cultura y Artes

Ana Cristina Vélez: La definición de Arte. Parte II

De mi blog anterior:

“Hoy, el hecho de servir para algo no saca a un objeto o acción del mundo del arte. Por otro lado, el concepto de placer tampoco actúa de manera inclusiva, pues el arte puede chocar y repeler, y la belleza ha perdido prestigio. La línea nítida que dividía el arte culto del popular se volvió difusa. ¿Son más refinados los de un grupo que los del otro? ¿Existe una forma de arte más verdadera que otra? ¿Es necesario valorar cada obra en sus propios términos, explicarla en función de su contenido y su presentación, y compararla solamente con otras obras cuyas prioridades sean las mismas?”.

Una obra de arte puede servir para hacernos reflexionar, querer transmitir un mensaje, hacer sentir, deleitar, tener corporeidad, ser una acción, ser un objeto, puede llegar al sentido de la vista, del olfato, del gusto, aumentar el deseo sexual, la individualidad, la colectividad, ser original y completa, y todo lo opuesto: no tiene que hacernos pensar en nada, no tiene que hacernos sentir nada, no tiene que deleitarnos, incluso puede aburrirnos, nos puede parecer fea, repugnante, chillona, apagarnos, parecernos de mal gusto, de buen gusto, ser una copia y ser simple, y todavía ser catalogada como obra de arte.

Qué problema el que enfrentan los filósofos y los historiadores del arte con una categoría tan flexible y difusa. A mediados del siglo 20, uno de ellos, Arthur Danto, dijo que estábamos ante el “fin del arte”.

Quizás lo que ocurrió fue que en el siglo 18 se restringieron las acciones y el tipo de objetos que podían entrar en esta categoría. Cuando se habla de la categoría del arte se está dejando la definición en manos de las instituciones (no deja de sorprender que para muchas personas hoy arte son pinturas y esculturas; mejor dicho, lo que está en los museos). El arte como categoría tiene existencia en una sociedad con instituciones que imponen las reglas y los límites de lo que entra o no en la categoría. Filósofos como Hegel encumbraron el arte, lo convirtieron en un fenómeno espiritual, de valores morales y espirituales, que alcanzaban lo sublime, y quizás se equivocaron. Es probable que los griegos estuvieran, según los parámetros de hoy, más cerca de una buena definición. Y ¿por qué? Porque, según se puede observar en las sociedades, toda acción y todo objeto es material para convertirse en arte.

Y aquí una nueva definición de arte que propongo yo: dentro de un grupo humano determinado, principalmente después de ser avalado y evaluado por expertos en el campo (pero no necesariamente), un producto intelectual, un objeto y una acción pueden ser percibidos y valorados como arte cuando superan la mayoría de los productos, objetos y acciones cuyas prioridades sean las mismas, en varios de sus aspectos (aspectos a los que la sociedad da valor).

La intelectual Ellen Disannayake dio en el blanco cuando definió el arte como “hacer especial”*. La idea de Disannayake abrió una puerta con muchas salidas. Ahora, veamos de una manera muy simplificada el asunto, y por qué puede haber obras de arte que son una especie de burla para la gente.

Es bueno usar un ejemplo de cómo ocurre esto de “hacer especial”. El Homo erectus y el Homo ergaster sabían fabricar hachas de piedra bifaciales (las más antiguas están datadas con 800.000 años). Primero estaba el aprendizaje, y luego, lograr la “maestría” en la ejecución. Hacer mejores herramientas trae ventajas biológicas (no solo para la supervivencia, sino también para la reproducción). Así que todos y cada uno de sus fabricantes trataron de hacerlas cada vez mejores. En los grupos de cazadores-recolectores se comparaban las herramientas (una tarea que hace el cerebro todo el tiempo, sacar promedios y notar lo que se sale de la norma), se copiaban las mejores ideas y, a su vez, se trataba de mejorarlas. Y así continúa hasta que se alcanza un “óptimo”, hasta llegar a unas piezas cuya perfección y belleza deslumbran, piezas que se consideran objetos de arte ante los ojos del hombre moderno (estamos hablando de objetos con cientos de miles de años de antigüedad, que todavía nos impactan y emocionan). El concepto mismo de óptimo es sensible a muchas variables que pueden cambiar.

No todos los objetos, ideas o acciones que alcanzan este estatus lo mantienen para siempre; sin embargo, algunas piezas que juzgamos como “obras de arte” tienden a superar la prueba del tiempo; esto es, pasan los años, los siglos, y la gente de distintas culturas sigue pensando que hay en la pieza algo extraordinario, especial, por encima de la norma. El contexto social cambia a una velocidad mucho mayor que la biología del cerebro humano. El cerebro de todos los hombres es muy parecido, y es prácticamente el mismo desde hace 200.000 años. Por eso los seres humanos reaccionamos visceralmente ante ciertos objetos o ideas, como si la cultura no ejerciera ninguna influencia y aunque pasen siglos.

Cuando juzgamos un objeto, analizamos muchos aspectos que están en él, y otros muchos de los cuales no somos conscientes, que están en el contexto en el cual el objeto se evalúa. Objeto y contexto son una unidad, la percepción de uno depende del otro. En el contexto de la cultura precolombina un espejo era algo tan inusitado y especial que los indígenas estuvieron de acuerdo en cambiarlo por piezas de oro. La cultura es parte del contexto en el que la pieza es evaluada como arte. En una sociedad que cada mes cambiara de valores, de intereses, de normas, de cultura, las piezas de arte serían tales solo durante quince minutos, parafraseando a Andy Warhol (él se refería a la fama de las personas).

El arte, al ser una categoría que está ligada a la cultura y a la biología humana, sufrirá de las aberraciones que surgen de la mezcla de ambas. El aprecio por lo escaso, el hambre de estatus y la tendencia a habituarnos y a perder el interés por lo conocido hará que objetos únicos lleguen a tener precios exorbitantes (Salvator Mundi, tentativamente pintada por Leonardo da Vinci, fue vendida en noviembre de 2017, por 450,3 millones de dólares); el que un artista por ser poderoso venda animales metidos en tanques llenos de formol (el tiburón, de Damien Hirst, vendido por 12 millones de dólares); que galerías reconocidas se den el lujo de hacer exposiciones de obras inexistentes: “Un escultor italiano vendió una obra inexistente y otro estadounidense le demandó, porque él ya lo había hecho (¿o sería mejor decir “no lo había hecho”?) antes.**

La frase de las personas mayores que se quejan de que “no saben qué más inventar” explica eso de que, aun sin quererlo, prestamos atención a las exageraciones, a los exabruptos y a las locuras, simplemente porque se salen de la norma, y a la norma estamos “habituados”.

 

*“Hacer especial”: Dissanayake, Ellen, Homo Aestheticus. Where art comes from and why, usa, University of Washington press, 1995.

**Leer la jocosa historia aquí: https://elpais.com/icon-design/arte/2021-12-29/la-prodigiosa-historia-del-plagio-de-la-estatua-inmaterial.html

 

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