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Ana Cristina Vélez – La pareja ideal no es la perfecta

A muchas mujeres les cuesta reconocer que machos y hembras de la especie humana son distintos. El feminismo no debería insistir en las premisas equivocadas, como la de que las diferencias entre hombres y mujeres son puramente culturales, pues la lucha feminista se debe enfocar en tener una sociedad más justa con las mujeres, valorando las diferencias. Es evidente que somos distintos, basta mirar a unos y a otras. Las apariencias no engañan.

Entender el comportamiento humano sin incluir los aportes de la biología es imposible; y a menudo, políticos y líderes sociales la ignoran. Los biólogos dirían, para empezar, que en la especie humana hay dimorfismo sexual: machos y hembras son fácilmente distinguibles en la mayoría de los casos. La biología dice que el dimorfismo sexual está relacionado con diferencias en el comportamiento. El dimorfismo implica competencia entre los machos, por las hembras, y selección de estos por las hembras para aceptar el apareamiento o la relación. Cuando no hay dimorfismo, cuando macho y hembra son indistinguibles en su apariencia, como es el caso de los cisnes y de los ratones de pradera, la monogamia es común. El diseño del cuerpo tiene que ver con el diseño de la mente.

La especie humana no es monógama, no es polígama, es, según los expertos, “monógama seriada”: nos comprometemos emocionalmente en una relación, de cuatro a siete años, lo que dura la crianza. Esto no quiere decir que no podamos quedarnos en una misma relación toda la vida, pues una cosa dicta la biología, y otra, las imposiciones de la cultura.

Machos y hembras buscan pareja con distintos criterios: con aquellos que son convenientes para aumentar la eficacia biológica. El macho de la especie humana está programado para desear tener muchas parejas; en otras palabras, para ser infiel, y la hembra está programada para ser muy selectiva y aceptar solo a los mejores pretendientes que se le presenten. Machos y hembras humanos se enamoran con locura, pero no para siempre; como dice el refrán: “El amor es eterno mientras dura”.

El amor es un mecanismo evolutivo, una estrategia descubierta por la evolución, para ayudar a replicar los genes. Por eso, no es cultural, es animal, es instintivo. No nos tienen que enseñar a enamorarnos ni a ser capaces de dar la vida por los hijos ni a querer ayudar a los familiares.

El amor de pareja se da para unir a dos extraños y hacerles sentir un apego intenso, y, por lo mismo, para soportar las dificultades y desavenencias que se presenten, con el objetivo velado de procrear y llevar las crías a la independencia (como todo en la evolución, las cosas están escondidas, y, hay que decirlo, no ha sido nada fácil descubrirlas). La protección paternal es una ayuda extra, importante, para la cría.

Todos buscamos una pareja que nos convenga. Nos debatimos entre la fantasía de lo que quisiéramos y la realidad de lo que podemos conseguir. Por obvias razones, no todo el mundo tiene las mismas posibilidades de escoger. Una vez tenemos una pareja, soñamos con la idea de gozar de una relación perfecta, deseamos amar al otro hasta que la muerte nos separe, queremos que el otro nos sea fiel, y que las diferencias se vayan desapareciendo con el tiempo, como si se trataran de salientes que terminan reducidos por el roce de las superficies. Pero, la forma del amor no es como la forma del agua, pues también está diseñada por la evolución y no se ajusta a esos ideales.

En 1979, hace 42 años, el antropólogo Donald Symons público un libro sobre la sexualidad humana que todavía es de consulta entre los estudiantes de sicología, dada la validez de sus ideas. El libro se llama La evolución de la sexualidad humana (The Evolution of Human Sexuality).

El amor, dice Symons, es una emoción, y las emociones evolucionaron para lidiar con la incertidumbre, con la posibilidad de perder lo que tenemos. No sentimos gran emoción hacia el aire, pero sí hacia la comida, porque el aire nos rodea siempre, en cambio, la comida es y ha sido un bien incierto.

El cerebro hace incesantemente promedios con el fin de descartar la información que no es útil, pues ya la conoce, y le presta atención a lo nuevo o a lo que se sale del rango de lo esperado. Como trabaja de manera económica, hace caso omiso a lo que se mantiene constante. Según esto, el marido perfecto, el que no se va a ir nunca de nuestro lado, el que se parece a nosotros y comparte los mismos intereses, el que es como un “otro yo” no va a generarle al cerebro emociones intensas.

Symons dice que no se podría sentir un amor intenso por una pareja que fuera como una parte nuestra del cuerpo, porque no nos enamoramos de nosotros mismos. Los órganos nuestros no se enamoran de otros órganos nuestros. En el hipotético caso de que fuera posible tener una monogamia garantizada, el sexo existiría solo para la reproducción, porque de ser algo más, sería muy costoso en términos evolutivos. De nuevo, ya que la evolución no gasta más de lo que sea estrictamente necesario para obtener un fin, no tendría sentido enamorarse en esas circunstancias, porque hacerlo sería pagar un costo absolutamente innecesario. Todas aquellas emociones y sensaciones que sentimos cuando las relaciones de amor funcionan, y todas las angustias que sentimos cuando las relaciones tienen problemas tampoco evolucionarían.

La pandemia les ha traído muchas sorpresas a las parejas. Si es verdad lo que dijo Symons hace cuarenta años, el encierro obligado hará que, en buena medida, la emoción de dicha se pierda y sobrevenga más bien la aburrición, porque el otro, de cierta manera, está “asegurado”; los riesgos de perderlo se han minimizado, y la cercanía permanente hace que la relación salga de la habitación para caer en la habituación. Para mantener el interés, para aumentar la emoción, es conveniente sentir un cierto grado de riesgo, algo de inseguridad. Por eso, la pareja perfecta no es la ideal.

 

 

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