Ana Cristina Vélez: Leer, amar y Zbigniew Herbert
A los escritores les preguntan con frecuencia cuáles son sus libros preferidos, también se lo preguntan a las personas influyentes y, en general, a las personas famosas. Dime qué lees para saber si en realidad sé quién eres. Empezando cada año, Bill Gates dedica uno de sus tuits a decir cuáles fueron los libros del año anterior que más disfrutó y que recomienda. Millones de personas le ponemos cuidado.*
En esa relación con los libros, así como en el amor, hay categorías (según los griegos están: Eros, Storgé, Philia y Ágapé). Algunos libros nos parecen importantes, definitivos para la formación intelectual, emocional o literaria de las personas; otros, nos parece que fueron escritos para las necesidades y el gusto personal de unos pocos individuos.
Hay libros que deberían ser leídos por todo el mundo. ¿Por qué? Porque contienen información importante, porque educan y porque incluso cambian la manera de entender la realidad. Son como profesores. Muchos libros no cumplen esa tarea; sin embargo, se los guarda con recelo, para tenerlos cerca y volver a ellos por el puro placer que dan, son como los buenos amigos: divierten y mejoran la vida. Una vida sin lectura podría ser triste, casi como una vida sin enamoramientos.
Al leer, ¿quién no ha oído dentro de sí la palabra “¡eureka!”, o ha experimentado una fuerte sensación estética, o ha reído o llorado, obligado a aceptar su conmoción emocional? Leer es un ejercicio completamente distinto al de oír, o de ver y oír simultáneamente, porque al leer no solo tenemos que concentrarnos, sino porque, además, involucramos una parte enorme del “yo” en las letras. La voz y la entonación de un audiolibro influyen en la percepción de su contenido.
En ocasiones, los libros alcanzan el estatuto de obras de arte porque superan con su calidad todo lo que se conoce de la misma categoría, y demandan de nosotros una reorganización cognitiva; su lectura se parece a una “pequeña muerte” y a un renacer intelectual. No siempre llegan a tanto, en el sentido de que no sabríamos decir si después de leerlos tuvimos que hacer más grande el marco de referencia con el que juzgamos los libros de esa misma clase o si nuestra experiencia intelectual creció de manera significativa, pero nos fuerzan a admitir que nos han dado —como algunas personas que pasan fugazmente por nuestras vidas sin cambiarla— un rato de inolvidable e intensa felicidad.
Y aquí voy a tener que ir a lo personal, para decir que las dos veces que me he topado con los libros del polaco Zbigniew Herbert he sido intensamente feliz, porque su lectura me ha puesto en una especie de trance, de apasionamiento inefable.
Uno sabe que está enamorado bastante después de que ha ocurrido, de la misma manera que uno sabe que está enfermo cuando ya el virus se ha reproducido dentro de uno y los síntomas son inocultables. La tristeza que nos produce la separación de quien estamos enamorados, sin todavía habernos dado cuenta, es una de las primeras claves. Con Naturaleza muerta con brida y con El laberinto junto al mar, de Herbert, en dos momentos muy apartados de mi vida experimenté la alegría inocultable de su compañía y la tristeza del final. Todo esto es mágico y tiene que ver con el encantamiento que producen las palabras dispuestas en un cierto orden. Uno no sabe explicar qué le pasó, cuándo, ni por qué. Al terminar esos dos libros, me quedé muda, sin palabras, pero conmovida, afectada, sintiendo algo parecido al enamoramiento. Lo visto a través de sus ojos me fascinó, me doblegó.
Los mundos descritos (el primero es sobre la Holanda del siglo 17 y el segundo sobre la Grecia antigua) revelan unos matices nuevos, desconocidos, que no habíamos notado nunca antes. Ante todo, al leer a Herbert uno queda con una especie de agradecimiento y de ansias, sintiendo una felicidad extraña, que no es la de reír ni la de llorar, pero sí una cuya calidad es esencial y profunda.
* Los libros que Bill Gates recomienda esta semana: LIBROS BILL GATES