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Ana Cristina Vélez: Mi experiencia con los hongos alucinógenos

Había tenido interés por experimentar eso de “abrir las puertas de la percepción”. Había visto en Youtube a David Bowie diciendo que un artista tenía que saber de qué se trataba la experiencia; había leído, en un libro escrito por Sam Harris, sobre la construcción y deconstrucción del yo; y a Michael Pollan, sobre los beneficios que brindaba esta experiencia.

 

 

El Jaguar Mágico en la América Precolombina (2° parte) | puri2aprendiendovida

 

 

Si existe un marcador genético para la búsqueda de novedad, que incluye la búsqueda incansable de nuevas experiencias, no lo tengo. No me aburro fácilmente, no necesito tener aventuras ni hacer muchas variaciones a mi rutina para sentirme cómoda. De hecho, soy una persona de hábitos y de horarios fijos y bastante rutinaria. Mi curiosidad se limita a lo intelectual. No corro ni tomo muchos riesgos; sin embargo, la perspectiva que uno tiene de sí mismo puede no coincidir con la que otros tienen, precisamente porque todos nos juzgamos comparándonos con los otros, y dependemos de quiénes y cómo son esos que nos rodean. Algunas personas se juzgan así mismas como mucho menos arriesgadas y menos aventureras que uno.

Un experto en el tema me preparó un té con cuatro gramos de psilocibina. Tuve algo de miedo, pero no demasiado. Se me ocurrió pensar que sería buena idea oír música de Juan Sebastián Bach mientras vivía la experiencia. Pensé que a lo mejor sonaría extraordinariamente bella, ya que sin estar en un estado alterado de conciencia casi toda su música me suena bellísima.

A los quince minutos de tomar el té sentí que la música se había detenido. Esperé un poco, y luego oí que continuó. Me pareció muy extraño, pues parecía que se fragmentaba; además, los instrumentos no parecían sonar en conjunto, sino separados. Después de pasado un momento, que no supe medir, pero creo que fue muy corto, me di cuenta de que la música no se había detenido. Mi cerebro había creado un lapso de silencio. Entonces sentí casi pánico. Me dije, si esto es con el sonido, ¿qué me irá a pasar con los otros sentidos? Decidí acostarme y acobijarme, porque, además, empecé a sentir un frío indescriptible. Era como si estuviera congelada. La casa estaba a 21 grados Celsius y, a pesar de haberme echado encima dos edredones de plumas, no paraba de temblar. Era un frío doloroso. Ese frío duró más de doce horas; o algo así, no estoy segura.

A la media hora de haber bebido el té, creo, empecé a tener alucinaciones visuales. Esto duró tres horas más o menos. Durante esas tres horas, perdía la conciencia del tiempo por momentos, y también, la de estar despierta. Era como si me quedara dormida. Cuando volvía a estar consciente, y abría los ojos, veía las cosas como si dentro del marco visual hubiera un cuadro puntillista. Veía muchos punticos de colores y, a veces, como si las imágenes pasaran por un filtro. No podía pararme, no era capaz, solo podía estar acostada. Cuando cerraba los ojos, veía colores y masas como de plastilina, que se movían dentro de mi mente, y luces de colores intensos. Cuando los abría, veía puntitos en el aire. Los cerraba, y a veces veía ojos de cristal que me miraban y, a veces, jaguares con colmillos afilados. Todo aparecía en colores intensos, amarillos, rosados y azules. La sensación no era agradable.

Después de tres horas, volví a abrir los ojos. Miré una lámpara que colgaba del techo, tipo candelabro, y sus brazos se deformaban. Los muebles adquirían unos volúmenes que parecían crecer y se veían muy cerca de mí. No se movían, pero era como si los ángulos de las esquinas fueran más agudos, como si al moverme los muebles se movieran y se trasformaran, con una arquitectura de ángulos exagerados. Eran como vistos a través de un lente, como si los viera por primera vez, como el ojo los ve antes de que el cerebro los convierta en la imagen que espera, antes de que el cerebro haga las correcciones que los deja inmutables. La constancia de la forma se perdía, pero la constancia del color, no. La lámpara del techo se acercaba a mí y los brazos de la lámpara se estiraban.

Me impactaba el escorzo de mis propios brazos, piernas y pies, pues la mente no veía la mano en una cierta posición, sino que veía un brazo corto y una mano lejos de mí. Cuando tuve que entrar al baño a orinar, sentada en el inodoro, miraba mis pies. Si movía los dedos, estos desaparecían, y si miraba mis manos y las movía, estas parecían tener muchos dedos. La sensación era muy desagradable; entonces, prefería cerrar los ojos. Me dolía el cuello, me ardían los brazos, pero de frío, y sentía frío y más frío.

En un momento dado empecé a sentir que estaba dentro del cuerpo de una vieja muy vieja. Y trataba de apartar esa idea de mi mente. Miraba mis manos, y me parecía que eran de anciana, y veía por los lados de mi cara mechones de pelo blanco que me hacían pensar en una anciana muy anciana. Yo no quería pensar en eso, y trataba de desechar ese pensamiento. No quería estar alucinando, pero sabía que no podía hacer nada, solo resignarme.

Empecé a estar cansada de ese estado. Pero la situación era sin regreso. Por momentos sentía que me montaba en un cohete que salía disparado hacia la oscuridad, y no había manera de regresar.

Sentía un ruido de fondo, metálico y permanente. A veces creo que era la calefacción de la casa, pero me parecía oírlo también cuando el calentador se apagaba. Se me pasaba por la mente la idea loca de que era el ruido de fondo del Universo. La percepción estaba fragmentada. Era nítido el hecho de que el cerebro une, en un todo, los datos que percibe. Bajo el efecto de los hongos, los datos se quedaban fragmentados, sin pertenecer a ese todo.

Estuve casi todo el tiempo sola en la habitación, pero el ayudante me daba vuelta. En un momento en el que salió de la habitación, sentí que el sonido de sus pasos sobre la madera me llegaba de distintas partes de la casa, como si el sonido viniera de distintos lugares, como si el tiempo y el espacio estuvieran separados, y el acto de caminar también se fragmentara en el espacio y en el tiempo. En general, todo me parecía partido y ubicado en lugares distintos. El ayudante quiso acompañarme, pero yo no quise. Le pedí que me dejara sola, pues su presencia se sentía como si fuera una bombilla de luz prendida que chisporroteaba. Además, yo no podía dejar de eructar. Oía mis eructos como si le estuvieran ocurriendo a otra persona. La persona que eructaba era yo, pero no se sentía así, con ese “yo” personal. Me dolía el estómago. Los hongos son muy pesados para el estómago. En realidad, son tóxicos. Sentía ganas de vomitar, pero podía controlar ese deseo, pues no era tan intenso.

Y llegó el momento en el que sentí que el yo se había disuelto, ¿dónde está uno? Uno no está en ninguna parte. Tuve la certeza de que el yo era una ilusión. Eso que había llamado yo, no estaba en ninguna parte, era un invento más, un conjunto armado con datos que se desaparecen, que son transitorios. Sin embargo, uno sigue haciendo cosas automáticas, como las hace un perro.

Después de muchas horas, sentí que tenía que comer algo. Llamé al ayudante, y le pedí una manzana; y luego, un vaso de leche. El animal dentro de mí decidió esas dos cosas. Una voz las dijo, las pronunció, pero me di cuenta de que ya las había pedido mucho antes de ser consciente de haberlo hecho. Los algoritmos de la mente son automáticos, exactamente como los del perro cuando va a buscar agua. Él busca, pero no porque lo haya pensado conscientemente, no porque lo haya decidido.

Trataba de tragar la manzana, y no podía; entonces, me la comí escupiendo el bagazo en una servilleta. No sentía hambre propiamente, pero sentía calambres en el estómago, y mucha, mucha sed.

Cuando me di cuenta de que podía pensar, pensé que había sido valiente, y me alegré de no haber perdido la cordura. Porque uno siente, en ese estado, que podría enloquecerse. Uno, de alguna manera, puede controlarse y ayudarse a estar bien. Pero uno tiene que ser muy paciente, porque uno no puede volver a la realidad, aunque lo desee intensamente. Uno sabe que no hay más salida (si es que la hay) que la de someterse y dejarse llevar. Cuando me alegraba de estar volviendo, se acababa la dicha porque mi mente saltaba al vacío, a la nada, y no hacia abajo, sino hacia arriba, como si una mano gigante lo agarrara a uno y lo lanzara hacia el espacio sideral.

Después de diez horas, tuve contacto con las emociones: sentí lágrimas rodando por mi cara. ¿Estoy llorando? Me pregunté, incrédula. Sí, estaba llorando. ¿Y por qué estoy llorando? Mi mente logró inventar una razón. Había estado triste esa semana, pero soy buena para ocultar las malas emociones. La voluntad de estar bien se impone sobre el malestar. Entonces tuve un pensamiento: el dolor es lo que nos ata a la realidad, el dolor nos ata a la tierra, es más real que un árbol, y el amor es el consuelo más grande, y es también la fuente de dolor más grande, además del dolor físico. Me dolía el cuello, me ardían los brazos. A veces sentía calor, y me ardían el corazón y el pecho, y después sentía frío. Sentía que se me tapaba la nariz. Lloré media hora, diría, y el llanto, de repente, paró solo.

Tuve una idea que me consoló: creo que cuando la mente no puede con un dolor, porque es muy grande, lo esconde. Sabe esconderlo, y uno puede confiar en que no se va a morir de pena moral ni de tristeza. Desde que fui mamá, he sufrido de terror de que a mi hija le pase algo, pues creo que no podría tolerarlo.

Me di cuenta de que hay accidentes en la vida que cambian la psicología de las personas, para siempre. Así como los hay que cambian la fisiología. Así como se pierde una pierna, se pierde la cordura, la felicidad, el derecho a sentirse amado. Me había faltado reconocer con profundidad este hecho. Es útil, para tener más compasión y, sobre todo, para ser capaz de comprender mejor a los otros: a esos que son más extraños, menos simples, menos felices, menos afortunados que uno. No es fácil entender las consecuencias de los accidentes que no nos han ocurrido personalmente.

Las personas frágiles deben rodearse de cosas bellas. ¿Por qué lo supe?, no sé.

 

 

El tiempo no existe, dicen los físicos. Pero creo que no importa mucho, ya que el orden de los acontecimientos no se puede cambiar.

Mi sentido del orden estuvo siempre activo. No había sido consciente, hasta entonces, de cuán dominante y automático es el sentido del orden. Me molestaba todo lo que se veía en desorden, me fastidiaba notar la falta de orden en el mundo.

Al final del trance empecé a sentirme muy indispuesta: con dolor de cabeza y mareo; además, me daba dificultad respirar, y sentía muy fuertes los latidos del corazón, y esto me mortificaba. El malestar no era permanente, llegaba en oleadas, y había que optar por aguantar con calma, con mucha calma. Uno se tiene que dar órdenes: “no, no, no” cuando la mente se va para lugares indeseables. Uno tiene que desplazarla hacia otros lugares. Incluso, al final del trance, sentía que la persona que pensaba estaba al frente de mi cara y no detrás de mi cara.

La sed era horrible, tenía que tomar agua, un vaso cada media hora.

Afortunadamente, las alucinaciones se pierden muy rápidamente, pues cansan mucho y no son fáciles de recordar; desafortunadamente, se pierden de la memoria. Al final del trance el cerebro está muy activo. Es horrible, porque uno está muy cansado y no puede dormir. Yo no quería aniquilar lo que estaba pasando, y decidí esperar hasta la una de la mañana para tomarme un tranquilizante. Logré dormir unas dos o tres horas. En la mañana me levanté muy cansada. Es un cansancio como inexplicable: la mente no funciona, uno no puede hacer nada. Estuve casi todo el día acostada. Los pies volvieron a estar tibios, por fin, pero las manos siguieron frías. Durante las semanas siguientes, algunos días, algunas horas, volvía a tener las extremidades frías.

Esta es una experiencia dura. ¿Son los hongos alucinógenos un tipo de droga para la recreación?, a lo mejor sí, pero en menos dosis, definitivamente, porque cuatro gramos para 56 kilos de peso es una dosis significativa. La semana siguiente a la experiencia con los hongos me sentí muy nerviosa. Tuve que esperar dos semanas para volver a sentirme normal.

 

 

 

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