Ana León: El día que supimos que no estábamos muertos
El pueblo cubano estaba en la calle, y aún no terminábamos de asimilar aquella maravillosa novedad cuando los gritos de “Libertad” comenzaron a llenar las principales avenidas de la capital cubana
LA HABANA, Cuba.- Antes del 11 de julio todos intuíamos que la protesta popular estaba a la vuelta de la esquina. El deterioro general de la nación, agravado por el azote de la pandemia; las enormes fallas administrativas que salieron a relucir en medio de la crisis epidemiológica; la indolencia de los dirigentes mientras cientos de cubanos morían por el colapso del sistema de salud; la torpeza de haber implementado la Tarea Ordenamiento en el peor momento posible; la supresión de derechos y libertades ciudadanas; las colas agotadoras; el desabastecimiento y el calor, llevaron al pueblo al límite de lo tolerable.
Aquel mediodía, cuando en redes sociales se diseminaron las imágenes de lo que ocurría en el poblado de San Antonio de los Baños, luego en Cárdenas, Palma Soriano, Holguín y Camagüey, la gente quedó paralizada por la sorpresa. El pueblo cubano estaba en la calle, y aún no terminábamos de asimilar aquella maravillosa novedad cuando los gritos de “Libertad”, “Patria y Vida”, “Abajo la Dictadura” o “Díaz-Canel, singao”, comenzaron a llenar las principales avenidas de la capital cubana.
Un mar de gente recorría el centro de la ciudad pacíficamente, con banderas y carteles. En los semáforos, el tráfico detenido secundaba a la multitud con bocinazos, aplausos y silbidos. Era otra Cuba. Un brío desconocido en el más agreste de los escenarios, dominado por la omnipresencia del hambre y la muerte.
Desde los balcones, viejos y discapacitados coreaban frases antigubernamentales. Una señora, apoyada en su muleta, juraba por lo más sagrado que estaría en la calle si pudiera caminar. Por un rato que se hizo eterno, este pueblo manso compartió el orgullo nacional verdadero, muy diferente al que cacarean los medios serviles a la dictadura. Ese día los cubanos sentimos, supimos o recordamos que teníamos patria, que nosotros somos la patria; y nos fue imposible reconocer en aquella euforia juvenil, en la determinación ciudadana que inundó las calles, a la Cuba que el día antes lloraba de impotencia y desesperación por la muerte de un ser querido, por tanto malvivir y tanta desgracia junta.
El 11 de julio de 2021 aquel cadáver echóse a andar para respirar a sus anchas las bocanadas de libertad que por más de seis décadas le habían sido negadas. Luego sobrevinieron horas terribles: policías y tropas especiales irrumpiendo en las casas para sacar a los manifestantes; noticias de torturas en las prisiones; madres desesperadas por sus muchachos presos; destierros; desapariciones forzadas, en fin, los inhumanos procederes de toda dictadura.
Un día como hoy, hace exactamente un año, se quebró para siempre el ya frágil hilo de la confianza del pueblo en la dirección del país. Los cubanos, tan famosos por su corta memoria, no olvidarán jamás el llamado de Díaz-Canel a la violencia entre coterráneos. Su rostro y sus palabras en aquella comparecencia televisiva que culminó con “la orden de combate”, quedaron marcados a hierro en el corazón de un pueblo que tardó demasiado en rebelarse, solo para ver cómo sus justas demandas eran tachadas por el régimen como algo inadmisible, que había que aplastar sin miramientos.
De nada han servido las “remodelaciones” en los barrios marginales, ni el discurso de amor y unidad que se inventa Díaz-Canel, ni los artículos escritos por los “cracks” de la propaganda castrista, ni el chancleteo de Lis Cuesta en Twitter, ni los exabruptos de influencers que defienden el comunismo antillano desde supermercados muy bien abastecidos. El divorcio —nada amistoso— entre pueblo y gobierno es un hecho consumado.
Hasta hoy se desconoce si fue juzgado el policía que asesinó por la espalda al joven Diubis Laurencio Tejeda en el barrio La Güinera. Los adolescentes apresados durante o luego del estallido han sido excarcelados a cuentagotas, con la advertencia de que al menor amago de insurgencia regresarán a prisión a cumplir íntegramente condenas de más de diez años por haber salido a reclamar derechos y libertades para todos los cubanos.
Los sucesos del 11J no derrocaron al castrismo; pero le han dificultado mucho su puesta en escena en el marco internacional. Aliados de ayer, que mostraban su respaldo sin ambages, han moderado su entusiasmo. Otros, paradójicamente, han lanzado salvavidas que no servirán de mucho, dado el fallo multiorgánico que sufre la Isla.
Tal vez sea cierto que los cubanos cometieron un error al no haber ocupado el Parlamento aquel día. Tal vez tienen razón quienes afirman que las protestas, de tan espontáneas, se olvidaron del factor estratégico. Tal vez sí necesitamos líderes después de todo; pero no se puede pedir más a un pueblo que protagonizó su primera gran rebelión tras sesenta años de pasividad y frente a un régimen que lo controla todo, empezando por el ejército y las comunicaciones.
Una vez que la represión hizo su parte, el castrismo favoreció un nuevo éxodo que en pocos meses ha batido las cifras del Mariel. La partida de decenas de miles de inconformes con el sistema imperante en la Isla, ha sacado presión momentáneamente a la olla social. No obstante, las privaciones siguen en aumento y con ellas el malestar de los que no pueden irse, ya sea por falta de recursos o por no dejar atrás a los suyos.
Cualquier día es bueno para reeditar el 11 de julio. La dictadura lo sabe y no puede dormir. Mientras tanto, los cubanos se marean en un círculo vicioso de frustración, tristeza, desánimo, ira y oportunismo, sobre el común denominador del miedo.
No ha de faltar mucho para que la dignidad se sobreponga de nuevo a la cobardía. A pesar del alto costo que hoy pagan cientos de familias, aquel glorioso domingo fue el día que hicimos honor al himno de nuestra independencia. Fue el día que supimos que no estábamos muertos.