Andrés Reynaldo – Yo me fui
Digámosle de una manera operativa el Síndrome de Yo Me Quedo. (Invito al culto lector a encontrar una prestigiosa denominación clásica.) Se observa, en mayor o menor medida, en funcionarios, intelectuales, bailarines y hasta reguetoneros y clérigos cubanos que descalifican toda crítica exterior amparados en un principio de localidad: ellos se quedaron y nosotros nos fuimos.
El más reciente caso es el viceministro de Cultura, Fernando Rojas. A Rojas le han caído arriba en las redes después de que se conocieran unas fotos de su hija en viaje por EEUU. ¿Alcanza para tanto el sueldo de viceministro? ¿Se costeó el viaje con dinero ganado en el spa de su esposa? Son preguntas válidas para unos dirigentes que, lejos de rendir cuentas al ciudadano, le han impuesto 60 años de miseria.
En su primera línea de defensa, Rojas acusó de estalinista a uno de los críticos. Sin duda, algo inédito en el arsenal de insultos del oficialismo. Como ya se ha comentado, esta gente terminará lanzando sobre sus detractores el nefasto calificativo de castrista. De hecho, no sabemos el impacto que semejante acusación pueda acarrearle a Rojas, considerada la admiración por Stalin en la cúpula de la dictadura.
Todos recuerdan la canción de Pablito Milanés. Estábamos en 1980, el año del éxodo del Mariel. Más de 125.000 marielitos cruzamos el Estrecho de la Florida. Millones se quedaron con la ilusión de subirse a un bote. Fidel mostraba, otra vez, su peor rostro. Golpizas en plena calle, humillaciones, detenciones, familias divididas, homosexuales desterrados a la fuerza, el desatado poder de las turbas. Pero Pablito cantaba «Yo me quedo».
Por esas fechas, Silvio Rodríguez compuso «Pequeña serenata diurna«. Otro de sus hitos: letra y música de indudable lirismo al servicio de la opresión. Imagino a Pablito y Silvio saliendo de los mitines de repudio contra el cantautor Mike Pourcel y ponerse a la tarea de lavar los platos sucios del dictador. Pablito: «Ya no quiero hablarte de esas cosas,/ más dignas, más hermosas,/ con esas yo me quedo». Silvio: «Vivo en un país libre,/ cual solamente puede ser libre/ en esta tierra, en este instante/ y soy feliz porque soy gigante».
Quedarse en contra de la dictadura es heroico, si no suicida. Trágico es quedarse al margen. Pero quedarse con la dictadura exige una deliberada supresión de la conciencia. Se comprende entonces la irritación de Rojas y otros beneficiados del castrismo. Sus privilegios, su poder, son proporcionales al grado de responsabilidad en la catástrofe nacional, bien por acción, bien por omisión. Nada más irritante para una conciencia deliberadamente suprimida que exponerla ante sus consecuencias.
Esta supresión de la conciencia afecta a todos aquellos que no se rebelan abiertamente. Sea el cederista capaz de delatar a sus vecinos o el gusano que observa impávido la paliza a las Damas de Blanco. Coincido con Alfredo Triff (Hypermedia Magazine, marzo 2018) en que ese comportamiento social, esa exterioridad espontánea o fingida, bajo coacción o por consenso, es el combustible que mantiene viva a la dictadura.
Para escritores y artistas, los términos de este sórdido contrato social se hacen más evidentes. Al creador rebelde: persecución, ostracismo, cárcel, exilio. Su renuencia a suprimir su conciencia es un escándalo que exige un permanente tratamiento policial.
Al creador oficialista, ya sabemos. Se le promueve adentro y afuera. Se le convoca para apoyar fusilamientos y condenar el embargo. Se le da una jabita para paliar la escasez. Como Pablito entonces y Silvio todavía, es el fiel propagandista de la conciencia suprimida.
Una coyuntural ficción de la dictadura es el espacio concedido al creador que se autodefine como independiente, heterodoxo, apolítico. Pintores, novelistas, músicos que salen, entran y avanzan, desde una pretendida neutralidad, la versión castrista de la reconciliación nacional, los sufrimientos del pueblo debidos a la política norteamericana y una sola cultura sin reflexión sobre el pasado ni condena del presente.
Hay quien dice que a este creador se le permite jugar con la cadena pero no con el mono. Ahí discrepo: en Cuba solo se puede jugar con la cadena bajo la estricta dirección del mono. La conciencia suprimida también necesita una máscara.
Aquel que se va, aquellos que de verdad nos fuimos, rompimos ese contrato. No es que un inverso principio de localidad nos otorgue una autoridad moral. Simplemente nos permite llamar a las cosas por su nombre. Sin violentar nuestra conciencia. Sí, tiene que ser muy irritante.