Andreu Jaume: Izquierda woke
«Necesitamos por tanto un pensamiento político que recoja las lecciones del siglo pasado y a la vez trascienda sus limitaciones»
Desde hace bastante tiempo, sostengo que es casi un imperativo ético e intelectual evitar definirse ideológicamente. Afirmar con rotundidad que uno es de izquierdas o de derechas no es más que una ilusión entretenida por todos aquellos que aún viven de la nostalgia de una era desaparecida. Somos hijos de un siglo a la vez cruel y maravilloso que nos dejó la obligación moral de repensar y asumir su legado político, como hizo el añorado Tony Judt en aquel libro fundamental que se tituló, justamente, Sobre el olvidado siglo XX. Solo ese olvido puede hacer creer a alguien todavía en el comunismo o en el fascismo, esas dos caras de un mismo y único nihilismo que reduce la organización política a una abstracción totalitaria. Cada vez que oigo a alguien repetir la vieja cantinela de que no es lo mismo el comunismo teórico que sus resultados en las dictaduras que generó, me acuerdo de Heidegger. En una carta en respuesta a otra de Marcuse en que este le exigía a su antiguo maestro que pidiera perdón por su vinculación con los nazis, el filósofo alegó que «ustedes siempre juzgan el nacionalsocialismo por sus consecuencias», como si aún fuera posible, en plena posguerra, defender las bondades originales de aquella ideología. A pesar de su ruindad y de su cobardía, Heidegger sabía lo que estaba haciendo y en lugar de ofrecer una disculpa le devolvió a su viejo discípulo marxista el espejo que este le ofrecía.
El siglo pasado, sin embargo, no solo nos dejó los montones de cadáveres de los totalitarismos, en buena medida fruto de su ideología matriz, que es el nacionalismo, ese ingrediente indispensable para que cuaje el delirio de la tribu ebria de sangre y diferencia, sino también importantes lecciones sobre los errores y los peligros de las democracias representativas. Se necesita la misma cándida ingenuidad de los neocomunistas para ser todavía un neoliberal sin fisuras o un conservador a ultranza y negarse a reconocer los estragos que dejaron las políticas de Reagan y Thatcher en la década de 1980, como analizó mejor que nadie el propio Judt en aquel otro ensayo suyo, Ill Fares the Land, cuyo título –un verso de Goldsmith que nunca se ha traducido con propiedad, Enferma anda la tierra quizá podría servir– resuena hoy con mayor dramatismo. Judt, por su parte, no supo ver la responsabilidad que en el estado de la cuestión tuvieron también las socialdemocracias que él defendió como respuesta ideal a los desafíos del nuevo siglo y que se han demostrado insuficientes o incluso inútiles ante las urgencias del milenio.
Necesitamos, por tanto, un pensamiento político que recoja las lecciones del siglo pasado y a la vez trascienda sus limitaciones. Hoy en día la izquierda se está destruyendo a sí misma gracias a esa fiebre identitaria que paradójicamente la acerca a lo que siempre ha sido el coto particularista de la derecha. En España tenemos ahora el lamentable ejemplo de la amnistía, un privilegio concedido por un sedicente Gobierno progresista a una plutocracia corrupta y de ultraderecha. Pasarán muchos años antes de que los que hoy se llaman a sí mismos, campanudos, de izquierda radical puedan digerir semejante pacto contra natura, que avergüenza a cualquiera con un mínimo de conciencia.
Al mismo tiempo, la derecha está utilizando ese ensimismamiento reactivo de la izquierda para rearmarse en todo el mundo y justificar su brutalidad y su desprecio a las instituciones y los procedimientos democráticos en aras de una reafirmación de la supremacía racial y religiosa. Trump no tiene nada de cristiano, pero los evangelistas de Estados Unidos ven en él a un enviado de Dios para poner orden en la tierra y defender el mandato de la Biblia, tal y como ellos lo entienden. El intento de golpe de Estado del expresidente apenas ha hecho mella en su reputación mesiánica. Gracias a ese antagonismo precivil, los grandes problemas sociales y económicos que están desbordando el capitalismo después de la crisis de deuda no merecen la atención adecuada por parte de los grandes partidos, lo mismo que la peligrosa y cada vez más alarmante alianza de autocracias, el eje que ya conforman China, Rusia, Irán y Corea del Norte y que amenaza la pervivencia de lo que entendemos por civilización occidental.
«La fiebre woke ha corroído las principales aspiraciones de lo que un día fue la izquierda democrática»
Todo esto viene a cuento de la reciente publicación de un excelente ensayo de divulgación titulado Izquierda no es woke (Debate), de la filósofa estadounidense Susan Neiman, uno de los libros más claros, honestos e inteligentes que se han escrito últimamente sobre la confusión que reina en la política de las democracias liberales. La principal virtud de Neiman radica en su manera de pensar sine ira et studio, con determinación pero sin las estridencias que suelen acompañar el debate público en nuestros días. Su propósito estriba en demostrar cómo la fiebre woke ha corroído las principales aspiraciones de lo que un día fue la izquierda democrática: «Puede que la derecha sea más peligrosa, pero la izquierda de hoy se ha privado a sí misma de las ideas que necesitamos si queremos resistir el brusco viraje hacia la derecha. Las reacciones woke hacia la masacre de Hamás del 7 de octubre muestran cómo la teoría puede llevar a una práctica terrible».
Como no podía ser de otra manera en una discípula de Stanley Cavell, Neiman analiza con una gran capacidad didáctica el desprestigio y la sospecha que a lo largo del siglo XX se han cernido sobre los principios de la Ilustración, convertida en la fuente de todos los males por la ideología woke. Neiman constata incluso la dificultad de celebrar este año el tricentenario del nacimiento de Kant, epítome para muchos del eurocentrismo, algo así como un colonizador del pensamiento. (La editorial francesa de la autora se ha negado a traducir este ensayo por miedo a que «dé a alas a la derecha»). Todo aquello que durante tanto tiempo habíamos entendido como un proceso de emancipación de la razón, el giro copernicano que acabó con el teocentrismo, se juzga de pronto una nueva forma de opresión. Desaparecida la posibilidad de un socialismo de Estado real tras el hundimiento de la URSS, la única manera de atacar y derribar al régimen liberal consistió en denunciar y pervertir el universalismo ilustrado y sustituirlo por un «tribalismo» cada vez más enconado, basado sobre todo en una reivindicación social del estatus de víctima y en la hipertrofia moral del sufrimiento.
Con una inteligencia muy fina y respetuosa, Neiman practica una iluminadora vivisección del corpus filosófico que ha justificado ese nuevo estado de opinión, una «metafísica de la sospecha» que reunió a pensadores tan distintos entre sí como Heidegger, Marcuse, Adorno o Foucault. A ello se le añade la extraña fascinación que sigue ejerciendo en la izquierda Carl Schmitt, el jurista nazi, profeta del soberanismo y azote de la democracia representativa. La obsesión por desenmascarar el poder oculto en todas partes y por denunciar los mecanismos de opresión y castigo a él asociados terminó por volver sospechosa toda idea afirmativa, incluso la noción misma de «ser humano». El imperativo categórico kantiano, probablemente la idea más luminosa y útil que ha dado el pensamiento ético moderno, es conculcado por considerarse otra forma de imperialismo.
Judith Butler, la heredera y agitadora de esa escuela, se ha preguntado con inequívoca sorna «¿Qué clase de imposición cultural es afirmar que puede encontrarse un kantiano en cualquier cultura?. Neiman acierta al oponerle a esa pregunta la respuesta del filósofo africano Ato Sekyi-Otu: «No es ninguna imposición; nuestras lenguas vernáculas hacen ese tipo de cosas regularmente. Reconozcámosle el mérito a Europa por dar expresión formal e institucional a intuiciones y sueños que son comunes a toda la humanidad. Pero no le cedamos los derechos de propiedad exclusivos». A la luz de esa oposición entre un pensamiento que sabotea una y otra vez cualquier posibilidad de acuerdo entre las diferencias y otro que utiliza «las herramientas del señor para desmontar la casa del señor», la vibrante defensa que hace Susan Neiman de la Ilustración adquiere una dimensión novedosa, incitante e incluso revolucionaria.
(Continuará).