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Ángeles Mastretta: Borrachitas

Lo mismo que el silencio y el océano, una de las grandes pasiones de mi vida es conversar.

De ida y vuelta. Saber oír es parte del misterio de quien escribe. Y yo lo busco cuando no se aparece y si lo tengo cerca no puedo dejarlo.

Este encierro ha puesto en mi camino a una mujer que habla como quien recupera. Si me encuentro con ella a media mañana o en la tarde, ya estuvo que caí en la red de sus historias. Las dice mientras limpia o mientras me regaña, porque si ya dejé entrar al jardinero por qué no le ordené que regara las plantas y de qué sirve que nada más haya pasado a cortar y barrer si total para mañana otra vez va a estar todo lleno de hojas.

Yo estoy segura de que esta mi tocaya debió ser mínimo secretaria de Estado de un gobierno que sí funcionara, pero se quedó en mi casa, como dijo ella, para no quedarse sola en la suya. Y me ha salvado el encierro con su gusto por la cocina y la generosidad con que me cambia las lavadas de trastes por un oído al que contarle algo de todo lo que le ocurre y se le ocurre. Siempre tiene algo que decir. Hoy, a propósito de que no vino el mismo señor de la basura a quien yo quería pagarle de más, porque está trabajando mucho más, se resistía a lo que considera las mañas de mi rumbo. Ella dice que a quien recoge la basura en su casa le paga veinte pesos a la semana. Y dice que está bien lo que cobra, porque es mucho lo que hace, que así se lo explicó ella a una señora vecina que se quejó del precio: “Piense que es mucho trabajo, todo el día en el sol, de casa en casa, tocando la campana mientras carga su carro y su burro”.

El camión de la basura no pasa por su colonia y ella tiene la certeza de que eso es porque los de ahí no quisieron darles su credencial de elector a los que estuvieron ofreciendo mil quinientos pesos por verla para tomar el número y el nombre de los dueños. Dice ella que son los de la Morena, que antes eran del PRI, porque toda esa familia siempre había sido del PRI. Ya gobernó el hermano, el tío y ahora la hermana. “Porque es mujer la que manda y no crea que por eso es más comprensiva. A mi colonia la tiene castigada. Ya lo sabe usted, siempre es lo mismo con todos. Yo le dije a la señora que se estaba quejando por lo de los veinte pesos que tuviera en consideración que el señor se lleva la basura hasta el camión. Y que la carreta hay que mantenerla y al burro hay que darle de comer”. ¿El burro es de verdad?, pregunto. Incauta de mí: el burro no es el sinónimo de un “diablito”. ¿Pasan un burro y una carreta por tu casa? “Sí”. ¿Y también pasan coches? “Sí”. Mi tocaya sería un reto para Juan Rulfo. No lo es para mí, porque me he dado por vencida. Me parece imposible recuperar su mundo. Su variado y desconcertante mundo que al tiempo abarca el mío y el de su abuela que no podrían ser más distintos. Dice, y me da permiso de decirlo, que su abuela era borrachita y que no usaba calzones, pero que ella así la quería mucho. Más que a nadie. Por eso cuando tiene un problema le dice: “Ay abuelita, si usted ve por ahí a Dios, pídale que me ayude”.

Ilustración: Gonzalo Tassier

 

Se quedaba a dormir con ella de sábado a domingo. Su casa estaba hecha con troncos y aunque su abuelita la llamaba jacal, dice mi tocaya que en el pueblo ya no hay casas así de bien construidas. Desde afuera se veía alta, porque hacían un cuarto grande y luego le ponían un piso a la mitad. Y en la parte de arriba guardaban el maíz. Por eso toda la noche se oían palomas volando sobre el techo del cuarto. Se metían a buscar el maíz y revoloteaban. La oscuridad y el aleteo en casa de su abuelita sí daban miedo. Pero a ella le gustaban, porque iban antes del amanecer que tanta ilusión le hacía. Su abuelita la despertaba en la penumbra, y en su casa no había luz. Así que luego de prender velas y veladoras la ponía a rezar junto a ella. Le echaba un rebozo en la cabeza, y ahí la tenía harto rato rezando hasta que salía el sol. Todavía estaba el rocío cuando empezaban a caminar rumbo a la tienda en que a ella le compraban sus dulces y a su abuelita le servían el primer vaso de mezcal de la mañana. Que su abuelita era rica, me dice. No se sabía de dónde, pero tenía unos baúles entre las gallinas y de ahí sacó tres veces una moneda de oro y se la dio para que comprara cosas. Así me dijo, para mis cosas. “Eran centenarios, luego lo supe, cuando vine a trabajar aquí y el señor de la casa me aclaró lo que costaban. Pero entonces, cuando llegué y se las enseñé a mi papá, él dijo que con eso no podía comprar en la tienda y me las cambió por otras. Luego bien que se lo discutí un día, ya grande: ‘Usted se jugó mis monedas en las cartas. Usted no es buena persona. Pero yo no soy quién para juzgarlo, nada más le digo, que no lo vea yo tocar a mi mamá porque ella fue muy bruta con usted, pero yo no’”.

Me cuenta eso y luego pasa a lo caros que están los jitomates y a cómo me ven la cara los del gas, porque si el litro está a tanto y me cobran tanto, no me pusieron todos los litros que dice en la nota. Pero que la próxima vez ella va a subir a la azotea a revisar cuánto queda y cuánto ponen. “Y si a mí usted me pagara cincuenta pesos cada vez que subo a la azotea, no le iba a alcanzar”. Por eso no subas tantas veces, hay que confiar en la gente, y ahorita estamos dando más propina, porque tienen pocos servicios. “¿Al bolero le va usted a dar? ¿Y qué zapatos va a limpiar si por ahí se mete el virus?”.

Tocaya querida, dame una tregua, le digo saliendo al patio. Pero ella me sigue. “Vea usted, como ésa era la vara con que me pegó mi papá la última vez”. Me señala una vara del ancho de un carrizo que según me ha dicho es un encino que cayó en una maceta y ha ido creciendo. ¿Pero cómo llegó un encino a la mitad de una maceta con flores? “La ha de haber traído un pájaro”, me explica. “Y sí es de encino, porque como ésta era la vara y era de encino”. Y ¿por qué te pegó? “Porque se me escapó un toro que estaba yo cuidando. Pasó una vaca y se fue tras ella y yo agarré el mecate para detenerlo, pero me ganó el animal”. ¿Y ya no lo recuperaron? “Sí, pero él de todos modos me dio con la vara para que a la próxima no me apendejara. Era malo el hombre. No sé ni cómo salió de mi abuelita que era buena. India y borracha, pero buena. A mi papá y a sus tres hermanos completos los tuvo con un español que hacía armas. Dicen que era muy guapo. Güero él. Ya se había muerto cuando yo nací, pero mi abuelita tenía su foto. Y una de sus hijas, la que nos ve menos, salió como él, de ojos verdes. Sí era malo mi papá, pero lo queríamos y así se usaba educar. A la que nunca entendí es a mi mamá. ¿Cómo dejaba que le pegara? Y a nosotros. A ella la arrastraba de las trenzas por todo el terreno. ¿Por qué? Nunca se sabía. Y ella le tenía miedo. Creo que mi mamá creció con miedo. Su mamá murió cuando ella estaba muy chiquita y su papá al poco rato. Entonces ella se quedó de tío en tía a que la maltrataran. Creo que por eso no se iba de con mi papá. ‘Ah, ¿me vas a demandar? Ándale, demándame. Y ya verás’. Y todos temblando. Malo. Con decirle que murió de ácido úrico, así es que se llama la enfermedad, y por eso él tenía todas las piernas llagadas, no podía caminar. Pero me cree usted que del suelo agarró una piedra y se la aventó a mi mamá, ya bien enfermo. Era malo, pero no siempre. A veces era cariñoso. Por eso lo queríamos. Eso sí, a todos nos sacó chiquitos de la escuela. Yo nomás llegué a segundo de primaria. Y luego que ya no, que a sembrar como los otros y a cuidar los borregos. Sí tenía hartos. Y también puercos. Ésos no tantos. Pero me los acuerdo. Cuando el que era mi marido me empujó y caí en la cama golpeada, se me apareció la cara de mi mamá toda llena de sangre, porque mi papá la aventaba una y otra vez contra el puerco recién matado que colgó del techo. No sé esa tarde por qué le pegaría, pero yo nomás me llenaba de coraje. Una vez y otra. Por eso cuando a mí me trató de pegar un hombre, yo vi la cara de mi mamá llena de sangre y así se me apareció el recuerdo, lleno de sangre, y dije: ‘No. Hasta aquí’. Y así es como me quedé sola, pero libre. Porque libre sí soy. A mí sangre no me saca nadie. Sí aguanté los apretujones de la estación Pantitlán, pero hasta ahí. Y eso ya ni cuando se acabe esto de la pandemia que dice usted que dijeron que en julio. ¿Será? ¿Usted qué cree?”. Yo creo lo que tú, tocaya, lo que tú me digas creo. Menos que sólo llegaste a segundo de primaria, porque no puede ser que sepas tantas palabras y las digas tan bien. “De oírlas las aprendí. Me gusta oír. Por eso platico con usted, para oír qué palabras me dice. Pandemia no me la sabía. Pero esa nada más sirve ahorita, ya luego sólo cuando nos acordemos. Y ni nos vamos a querer acordar de que teníamos miedo. Vamos a decir pandemia y a reírnos. Eso cuando se acabe, pero yo no sé cuándo se acabará. Y dice usted que tampoco lo sabe. Entonces sabrá Dios”. Sí, tocaya, el dios de tu abuelita. “No. Ése no sé en dónde andará, mi abuelita nada más lo veía cuando estaba tomada, pero muy tomada. Así que igual y aquí nos estamos. Hasta quedar borrachas, como mi abuelita, de tanto esperar”.

 

 

Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de Yo misma. AntologíaEl viento de las horasLa emoción de las cosasMaridosMal de amores y Mujeres de ojos grandes, entre otros títulos.

 

 

 

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