Ángeles Mastretta: Dormidos o despiertos
• Entre las múltiples argucias que tiene el tiempo, está esa que trastoca, en el recuerdo, los sentimientos que otros nos provocaron.
• Las cosas tienen voz aunque uno se resista a creerlo.
• Temer por los otros es peor que temer por uno mismo.
• Tal vez nada sea más seductor que eso que inventamos para que luego nos seduzca.
• A pesar de que hablo mucho de otras épocas, vivo el presente como un enigma diario que me empeño en resolver sin conseguirlo.
• Hay el mundo de los seres sensatos, de quienes aman la prudencia y jamás comen lo que les hace daño. No pertenezco a él, le temo, creo que a pesar de su buena fama está lleno de falsas promesas.
• Los hijos son como los veleros: nada más les pega el aire y desaparecen.
• Con todo y la contundencia de sus enseñanzas, nunca tuvieron mis padres tanta autoridad moral como la que tienen mis hijos.
• Saber estar a solas es un privilegio de la estirpe del milagro.
• Desconfío de los poderosos. Su afán de prevalecer me parece ocioso, pueril y ofensivo.
• La literatura es una demencia permitida. A veces, hasta se aplaude.
• No sé si la vida sabrá que nosotros la llamamos vida.
• ¿En qué año nació Góngora? ¿En cuál Quevedo? ¿Por qué no puede considerarse que Unamuno es nuestro contemporáneo?
• Todos hablamos de nosotros mismos hasta cuando hablamos del clima o de la salud ajena, sólo que a los escritores se nos nota más.
• El mundo puede ser cruel mil veces, porque a cambio nos deslumbra otras tantas.
• Entre más audaces y oblicuas, menos prescindibles resultan las palabras.
• Hace años que pienso en la vida pública como en un lugar al que no pertenezco.
• Cada vez nos cuesta más trabajo entendernos y cada vez hacemos más ruido cuando no nos entendemos.
• ¿Por qué no hemos conseguido cerrar el abismo que existe entre vivir y pensar la vida?
• Nadie quiere morirse, y no por esperada la muerte nos violenta y atenaza menos.
• Algo hay en la lluvia que agranda las emociones.
• Es generosa la vida cuando envía lo inaudito haciéndolo parecer natural.
• Tengo pocas certezas y muchas memorias. Mejor así.
• Bueno sería poder confiar en que los muertos hacen milagros pasando por un aire que ya no los acaricia.
• ¿Escribimos para recordar o para ir adivinando?
• Hay cosas que no contaré nunca. Y no por díscola, sino porque no me atrevo a tocarlas.
• La muerte de los otros provoca un temblor tal, que educa en la certeza de que es imposible morirse de miedo.
• Hay muertos que a veces se detienen en el aire y desde ahí convocan un puño de diamantes.
• A veces nos toma la melancolía como una nostalgia del futuro. ¿Hasta dónde alcanzaremos a ver?
• “Es que yo todavía no me quiero ir de la fiesta”, dijo ella una tarde. Larga tarde en que nos abrazamos por última vez.
• Ninguna nostalgia mueve lo que un deseo. Y el futuro está en desear.
• Pasa el tiempo con tanta vehemencia sobre nuestro mundo que de pronto parece como si nos lo arrebatara.
• A veces la vida se extralimita dando lecciones cuando ni quien quiera recibirlas.
• Cada quien tiene su novela, va cargándola, la teje todos los días. Y, a veces, trama en ella el paso de sus ancestros como si del suyo se tratara.
• Quiero escribir como cuando platico, sin tregua y sin mirarme demasiado. Puesta sólo en la historia, sólo en el gusto de contarla para que alguien quiera leerla.
• No quiero temerles a los cambios, ni al elocuente futuro, ni al soberbio pasado. Quiero envejecer como quien se hace joven.
• Cuando soñamos despiertos compartimos nuestra fiebre con otros. Así es como somos capaces de recordar delirios que no nos pertenecieron.
• Dormidos o despiertos nuestros sueños convierten todas las cosas, incluso las que nos asustan, en sagradas.
Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de El viento de las horas, La emoción de las cosas, Maridos, Mal de amores, Mujeres de ojos grandes y Arráncame la vida, entre otros títulos.