Ángeles Mastretta: El valor y la mar
Haberle encontrado nombre al viento que a veces trastornaba mi cuerpo, convocó una tranquilidad misteriosa. Decir la palabra fue conjurar el peor de los hechizos: la oscura incertidumbre.
Epilepsia: deriva del verbo griego epilambaneim, que significa ser tomado, quedar avasallado por la sorpresa. Saberlo me llevó a enterarme de que entre los grandes desórdenes cerebrales convulsionar es uno de los más comunes. Y que lo provocan tan distintas causas que cuesta saber cómo curarlo. Por eso, por su condición de imprevisible, de repentino, de estupor, desde los tiempos más lejanos suele estar rodeado de mitos y prejuicios que es difícil desafiar.
He contado ya que descubrí un reporte médico en el escritorio del ingeniero Mastretta tras el naufragio que fue perderlo. Sin duda la epilepsia era un mal menor en mitad del verdadero asalto: la mejor mezcla de melancolía y humor que ha dado la especie humana dejó de hablar un sábado por la noche. Murió en la madrugada del martes. Frente a ese abismo, el miedo a la epilepsia era una canción de cuna: Yo te lego el valor y la mar, decía la tonada que una bisabuela llevó a Puebla desde un puerto abierto al Atlántico.
El tiempo es un miserable, por eso todo pasó hace tanto y tan apenas. Era mayo de 1971, hace cuarenta y cinco años. La sonrisa exhausta de ese hombre al que por décadas consideré un traidor traicionado me recibió con su dueño ya metido en cama. Ahí entré a preguntarle una sandez. Había vuelto de la universidad con la tarea de buscar cinco invenciones que justificaran la guerra de Vietnam. No olvido su gesto, ahora lo reconozco en mí cuando oigo de nuevo una de esas preguntas que se instalan sin más tregua entre nosotros: “¿quién delibera semejante necedad?”.
Puso dos dedos de su mano derecha sobre el meñique de la izquierda buscando dar con la primera. Luego me dijo que sentía hormigas en un brazo. La intuición de su mujer llamó al cura antes que al médico, pero llegaron casi al mismo tiempo. Que cómo estaba, le preguntaron. “Como plato de fonda: fregado y boca abajo”, murmuró. De ahí en adelante ya sólo dijo un nombre. Sin duda llamando a su mujer, no a la niña crecida a quien nombraron igual y que por muchos años quiso sentirse responsable de su muerte. Como si de ella o de quien sea pudiera depender el destino.
Tras los nueve días de duelo, regresamos a la ciudad de México. Nos trajo un primo de ojos oscuros y palabras encendidas que, empeñado en consolarnos, inventó ir a tomar un pastel a la Zona Rosa. Dejamos el auto estacionado en la calle de Hamburgo, casi esquina con Florencia. Yo no sé qué habría en el ánimo de quien nombró las calles de ese barrio, sí sé que Hamburgo y Florencia sólo quedan cerca en esta ciudad y que en tan raras coordenadas, cuando volvimos al auto del primo, algún pionero de estos ladrones que hoy abundan, había cargado con nuestro equipaje y, sobre toda pérdida, con la máquina de escribir verde que el un tiempo periodista en Italia trajo hasta México en donde volvió a llamarse Carlos Mastretta, como en su infancia, antes de que al abuelo se le hubiera ocurrido regalárselo a la vieja patria.
¿El valor y la mar? Estábamos dos mil metros arriba. No quedó más remedio que aferrarse al único legado. Así que me puse a vivir como si no cargara ningún riesgo.
La idolatrada libertad dejó caer su ironía. No era tan fácil andar sola de una punta a la otra de la ciudad larga y confusa, cuando el mal con nombre griego de repente me ponía a flotar entre ruidos y luces inesperadas. Pero tampoco podía ser para tanto. Invencible la luna, no la epilepsia. Me quedé en este valle que ahora nos ahoga y que de tanta aflicción no sabe ni cómo se llama. Tenía veinte años, cuatro hermanos, una madre cuya enigmática fortaleza se había echado a cuestas la desolación y estaba decidida a todo para volvernos, mater dixit, personas de provecho.
Con este afán cruzando su índole, no le importaba ni pasear su belleza de cuarenta años, ni pedir la compasión de nadie. Nada de lloraderas o imposibles, se propuso seguir adelante con la venta de autos usados que su marido manejaba con un desorden poético, y volverla rigurosa como ella misma. Encontró un desconcierto de letras sin cobrar que la indulgencia de nuestro padre había dejado perderse. La gama de sus deudores era de tal modo variada, que no había profesión, de sueldo medio, que faltara entre sus clientes. Dentro de los maestros tenía varios compradores. El que intentó en balde enseñarme Física en la preparatoria había terminado de pagar un Renault azul. Un hombre de bigotes charros hizo el primer pago, se llevó un Fiat 400 y desapareció. Lo mismo que el domador de un circo pequeño que se fue en una Combi roja. Como ellos, hubo media docena de pagadores a largo plazo cuyo fiador había sido mi propio padre. Así que ni a quién acudir por la revancha. Lo que vendía eran autos pequeños y viejitos, por eso en el taller había siempre un mecánico, Manuel y su chalán, dándoles cuerda a motores a medio desvencijarse que salían adelante para seguir existiendo en manos de gente que los necesitaba para vivir mejor que sus padres. Entonces era menos arduo tener esa esperanza; muchos de los clientes venían de familias cuyos progenitores eran campesinos, albañiles, personas que no habían conseguido ni ir a la escuela, pero lograban que sus hijos llegaran a la universidad o sus niñas pasaran de ver su futuro como un eterno echar tortillas para convertirse en maestras de español o aritmética.
No sé por qué recuerdo más a las mujeres que a los hombres que visitaban aquel triángulo en la Avenida de la Paz, célebre camino que hacía años había recibido el típico cambio de nombre impuesto por los políticos y postergado por los ciudadanos: ¿Cómo le habrían puesto si no Benito Juárez? Para efectos de la contabilidad y la correspondencia, “Autos Ariel” quedaba en la Avenida Juárez, esquina con la 7 Poniente. Antes de la masiva migración familiar a la ciudad de México, tres de cinco hijos, yo había ayudado al ingeniero Mastretta en la no venta de autos. “Este no le conviene para nada”, era el típico cariz de mis recomendaciones. Luego propiciaba larguísimas confidencias y quedaba al tanto de la vida y la falta de milagros de quien nos visitara. Entre nuestros compradores ninguno venía de heredar o hacerse rico quién sabe cómo. Por eso le daban compasión a mi padre. ¿De dónde iban a sacarse un fiador?
Más práctica y severa la señora Mastretta se ahorró el paso de tal requerimiento. Manejó el despacho con la misma honradez, pero menos ambigüedad. Ella no iba a firmar para justificar que no le pagaran. El compromiso era de la persona con la persona. He de creer que inauguró el crédito a la palabra y que no le fue mal con semejante pacto. Vivía al día. Todos vivíamos al día. Yo, por eso y por lo que fuera, me olvidé de la epilepsia como un sino.
Andaba por el Metro, los camiones y las calles tarareando a Serrat o a Daniel Santos, según la hora de la mañana o de la noche. De repente, si algo me llegaba a latir raro, si avisaba el preludio de una música que sólo yo escucharía, sacaba un tubo de caramelos Salvavidas y se los ofrecía a quien tuviera yo más cerca. También entonces viajábamos encimados, bailando unos contra otros.
Lo mismo si los aceptaban que si no, yo aprovechaba el saludo para espetarle a la pobre alma que me oía en vilo, lo que podría pasarme de buenas a primeras.
Con semejante ceremonia viajé, poco más de seis meses, por la primicia de mi vida en esta ciudad. Luego, con la misma soltura con que había aceptado el mal al saber su nombre, lo olvidé de tanto anunciarlo y di en pensar que todo había sido un augurio equivocado y peregrino.
Epilepsia y quimera empezaron a sonar parecidas. Otros misterios esperaban su nombre. El ahora y el sexo también podrían estar en griego. Y ¿qué tan lapidaria iba a ser la palabra que los nombrara al mismo tiempo?
Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de El viento de las horas, La emoción de las cosas, Maridos, Mal de amores, Mujeres de ojos grandes y Arráncame la vida, entre otros títulos.
¡Qué maravilla!