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Ángeles Mastretta: Fugitiva del Edén

Porque su abuela era mi amiga y él era muy amigo de su abuela, en octubre de 1971 mi primo Luis de Llano me dio trabajo en la oficina de promoción de Telesistema Mexicano.

Como cualquier migrante, yo busqué ayuda en quien alguna vez migró: mi tía Julia Guzmán había salido de Puebla, ¡divorciada!, por ahí de 1930. Sin nada más que su imaginación y su urgencia de vencer el miedo, salió huyendo de un marido que convirtió la noche de bodas en un quebrantamiento. ¿Qué sabía ella, con sus ojos enormes y redondos, lo que iba a ser un hombre seco dando de topes contra su cuerpo?

Llegó a confundirse con el trajín de esta ciudad y empezó a escribir, decía, sin adivinar cómo. No sé bien qué razones daría para explicarle su divorcio a un mundo que juzgaba sin compasión lo que desconocía. Tampoco sé cómo creció a su hija, pero sin duda debió ser arduo y algunos creen que mal hecho. Ella reivindicó esa conjetura dedicándose a inventar telenovelas. También escribió un libro de historias al que nunca tuvo en gran aprecio: Divorciadas.

Me lo regaló como quien tira un trapo a la basura.

Cuando la conocí, para ella el pasado era una nube sin interés. Se había vuelto a casar con un refugiado español, comunista y ateo, al que yo, a los diecisiete años, trataba de convencer, a gritos, porque se iba quedando cada minuto más sordo, de la existencia de Dios. Él consolaba mi fracaso elogiando la ortografía de mis cartas. Imposible imaginar entonces la condición inerme de quienes pierden la fe en el Todopoderoso. Se apellidaba Pastor y por su apellido lo nombraba la tía. No vivían en la misma casa y semejante cuestión era una extravagancia de las muchas que le admiré.

Iba a Puebla a jugar cartas con quien ella llamaba mi aristocrática abuela. Ahí nos hicimos amigas. Ella setenta y yo catorce. Años después, tratándome con el cariño que se le debe a la orfandad, ella me recibía en su pequeña casa de la calle de Hamburgo, procurándome al despertar con un jugo de durazno en lata, cosa que a mí me parecía una sofisticación fuera de serie.

Ilustración: Gonzalo Tassier

 

No sé si mi tía Julia alguna vez frió un huevo, nunca vi tal espectáculo. Ella andaba por su casa, con los lentes colgándole del cuello o de la nariz, según si iba con prisa o estaba frente a la máquina en que escribía moviendo de vez en cuando la cabeza de un lado a otro, como reprochándose un desacierto. Julia Guzmán fue la primera mujer que yo vi escribir para ganarse la vida. Por entonces, su hija, célebre ya, se había casado con un escritor de lujo y frente a tal pareja ella era otra vez una expatriada.
No sé bien esa historia, sé sí  que ella fue cálida como una nuez, elocuente y capaz de una ironía que aún anda por la sangre de la familia viendo en qué lío mete a quien la posee.

Pero todo eso es otro delirio. Yo estaba en que su nieto me dio trabajo en una oficina de jóvenes desatados, apenas regresando de la experiencia de Avándaro.

Luis era el jefe de ese bullicio ambulante que formaba una banda laboral conocida como “los Telerines”, a cargo de la oficina de promoción, en Chapultepec 18.

¿Por qué será que al tirar de un hilo acude una madeja? “Buena onda la chava fresa”, oí que se decía. Por mi gesto de boba quedé colocada donde debía: en la promoción del Canal 2. Redactaba lo que aún seguirá redactando alguien más hasta el fin de los tiempos: “No se pierda, este lunes a las siete, el desconsuelo de Rina…”.

La pandilla a la que intenté entrar tratando a todos como si también fueran mis primos y, por lo mismo, inofensivos, estaba integrada sólo por hombres. Fuera de ella había una mujer que de seguro veía mis pantalones de mezclilla y mi morral con la misma reticencia con que yo su blusa de lentejuelas y sus tacones. En su oficina se reverenciaba a José José. Las paredes estaban llenas con fotos del Príncipe.

Frente a todo eso yo era un manojo de contradicciones. Por órdenes de un maestro estaba leyendo Ana Karenina; como toda mi generación, militaba en la teoría de que la rumba es cultura; apenas estaba aprendiéndome los nombres de las calles y las estaciones del metro cuando en la mañana era yo amiga de los muchachos que planeaban irse a la guerrilla y en las tardes iba a Televicentro, contenta, a mezclarme en esa burbuja por la que lo mismo cruzaba Silvia Pinal con unos zapatos en la mano y la cara sin pintar —preciosa— rumbo a los camerinos, que dos camarógrafos comiéndose una torta. Era un lugar democrático ese pasillo. Cuentan que dejaba de serlo cuando se llegaba al elevador del temible señor Azcárraga. Pero yo antes de eso daba vuelta a la izquierda, cruzaba un patio, subía una escalera y llegaba a donde mi primo segundo era el primer lugar y yo el último. Compartía el cubículo destinado al Canal 2 con los encargados de transmitir los partidos de futbol, un par de apacibles señores que no trataban demasiado con los roqueros.

A mí me atraía esa pandilla tanto como era temible. Hablaban de un modo infernal. Mezclando el idioma de Parménides García Saldaña con el de no sé qué otros arrabales.

Me llamaron Roncali porque ya entonces tenía hechas trizas las cuerdas vocales. Un tiempo me sentí perdida entre ellos. Sentencias como “tu puta madre” me asustaban. Tras la primera tarde de convivencia con su rock and roll, en la noche me desperté oyendo esas palabras necias con las que luego conviví en paz y que ahora me parecen triviales.

La oficina de Luis era tan chica como las demás, pero la de él era sólo suya. Y en su escritorio, viendo a quien se sentara enfrente, había un letrero que decía: Fuck you. Cosa que todos interpretábamos como pasen ustedes. El hombre, vivaz y desapegado, que era ese Luis y yo teníamos el mismo bisabuelo. Todos los descendientes de aquel legendario doctor traemos en los genes un ápice de la locura que ese hombre cuerdo y sobrio vivió para negar. Pero del bisabuelo hablaré en otro momento.

“Oye, Roncali, ¿cuándo vas a tronar la paloma?”, me preguntó una noche el más obtuso de la pandilla.

No estaba Luis y los demás se rieron.

“Cuando se me pegue la gana”, le contesté.

Anochecía y la emprendí rumbo a la calle. Antes de llegar al siempre apresurado corredor, me detuve en el baño. Ahí, frente al espejo, como un tesoro hecho a mano, me encontré con Anel, la muchacha que luego se casaría con José José. Se estaba pintando los labios con un arte asombroso. Un rato mayor que yo, parecía saberlo todo de todo ese lidiar con la necedad masculina.

Se me antojó ser como ella. No se lo dije. Caminé hacia la puerta, ensimismada y sin prisa. Allá me alcanzó la voz de Luis:

“Roncali, ven conmigo. Hubo un accidente en casa de mamá Julia, quién sabe qué pasó”. Fuimos juntos. Luis tendía a ser arisco, pero en ese momento temblábamos los dos con el mismo recelo. No sé si así fue, pero así lo recuerdo. Llegando a la casa, vimos la puerta entreabierta. Yo la empujé dando los tres pasos que había rumbo a la escalera. “¿Tía?”, la llamé y subí corriendo. Habrán sido quince escalones los que terminaban en un vestíbulo donde cabía un sillón de paso que a diario acogía los bultos de quien entrara. Sentado ahí, como un maniquí irreprochable, estaba Pastor. De su sien izquierda salía un chorro de sangre seca, impávida y perfecta que llegaba hasta el suelo. No había angustia en su cara. Sí en la mía. Una congoja helada me llevó hasta el papel que vi sobre la mesa. Con una caligrafía tenaz como su desconfianza en la vida eterna, Pastor había escrito lo inusitado por tan común: “No se culpe a nadie de mi muerte. Imposible vivir en la oscuridad de la sordera”. Nada más, todo parte de una lógica consustancial a ese hombre desolado.

Julia Guzmán, otra vez fugitiva del Edén, apareció para cerrarle los ojos.

No sé si así fue, pero así lo recuerdo. Y aún me estremece.

 

Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de Yo misma. AntologíaEl viento de las horasLa emoción de las cosasMaridosMal de amores y Mujeres de ojos grandes, entre otros títulos

 

 

 

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