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Ángeles Mastretta: Gotas de tiempo prohibido

Es verdad, con el tiempo, hemos de atesorar recuerdos inescrutables de estos días. Las voces de los niños en el jardín, los niños a los que no puedo besar, han de volver a mi memoria como un canto inolvidable. Un himno cautivo. Allí andan, con su curiosidad como de abejas, con su litigio en torno a un hormiguero, con su enredarse en la punta de las ramas de un sauce llorón que los hace reír. Van creciendo y he tenido meses para saber de ellos con una claridad que no hubiera visto de otro modo. Sus nuevas palabras no hubieran llegado a mí una por una. Ahora cada vez que un sonido aprenden, me lo enseñan. Diplodocus. Así se llama un dinosaurio. Nunca han visto un oso ni un chango ni un lobo, pero los arman y los nombran con cuidado. No recuerdan el mar, pero quieren ir porque ahí nadan un erizo y una ballena. Eso lo saben por la televisión y sí, ya sé que la televisión está en los tribunales acusada de perniciosa, pero verla con ellos es una fiesta mayor, justamente porque sólo se nos permite a ratos. Por ahí, yo incluso he aprendido que Plutón es una pequeña piedra triste, dado que su tamaño no le dio autoridad para ser planeta. ¿Cómo no voy a guardar esas gotas de tiempo prohibido en el centro de mis buenaventuras?

¿Qué más? Sé que cuando haya que salir al espanto del tráfico en esta ciudad, he de añorar las tardes en que comíamos con amigos cinco minutos antes de acordarlo.

En las noches, tras una petición formal y reiterada, mi vecino me lee a Victoriano Salado Álvarez contando las guerras del siglo XIX. Yo empiezo riéndome del modo en que adjetiva (un vientre sublevado) y sigo sus historias hasta que me quedo dormida. Despierto cuando percibo que se apagó la luz. “¿Qué pasa con el cuento? ¿Ya te vas a dormir?”, reclamo. “Tú eres quien se durmió hace diez páginas”, contesta el vecino desde su almohada a oscuras. Entonces yo despierto del todo con Eugenia de Montijo mirándome desde sus ojos claros y metida en un vestido de encajes.

Qué perla para la memoria nuestra cama flotando a tientas en esta época.

Y tantas cosas. El té de la mañana, la pasta del mediodía, el aceite de oliva de la noche. Sin duda el abrigo mutuo cuando las inclemencias de la información nos quieren derrotar.

En las tardes, mientras afuera llueve, he bailado con todos mis héroes. Quién sabe qué sería de mi talante si no fuera por las horas en que alardeo, como si no supiera ésta que soy, metiendo mi voz entre quienes de verdad cantan, hasta creerme que la entonada soy yo. Cincuenta minutos o más de lo que cada día me va latiendo. ¿Qué pudo ser de nosotros sin la música y lo que trae consigo? ¿Cuántos años tenía yo la primera vez que oí “Yesterday”? Pues ésos vuelvo a tener. ¿Y en qué andaban mis emociones cuando canté con Manzanero “Contigo aprendí”? A todo vuelvo. Y a cada recuerdo le sumo el de ahora. Luego bajo de mi estudio con la cara ardiente y un retazo de notas que todavía chispean en lo que tarareo: “Me lleva él o me lo llevo yo/pa que se acabe la vaina”.

 

Gonzalo Tassier

 

Y todo pasa como un regalo a deshoras, porque todas las horas son deshoras. A veces acompañamos a otros a guisar mientras nosotros comemos. Veo por dentro el refrigerador de la casa de mi escritora preferida y admiro la rapidez con que su dueña se ha convertido en una cocinera magistral. Agradezco y entiendo cuánto la quiere quien con ella vive. Veo la terraza de un hombre que habla bajo el sol y mil teorías, veo la estufa de un joven de ojos negros y melena alborotada que mientras habla por Zoom hace una carne a la pimienta. He visto a muchos de nuestros amigos y he hablado con casi todos mis amores. Marisol me contagió el gusto por el helado de fresa y me confirmó el tamaño de su inteligencia. Lilia llora a la una de madrugada, Conchita lee novelas policiacas las 24 horas del día y Lola hace ejercicio a las cinco de la mañana. Sin duda, cada quien sus horarios. He oído a Serrat cantado por un redactor de versos, que no quiere llamarse poeta, porque los poetas sólo lo son después de muertos. He comido pan de la mano de un muchacho que habla de Alfonso Reyes sin preguntarse qué opinaría él mirando su cola de caballo. Me emborracho cada sábado con Kathya y Jorge. De todo sé y todo me da tiempo de guardarlo. No el tedio, ni la reiteración, ésos han de perderse entre los noticieros, los periódicos y los trinos del mal. Los otros entretenimientos del ocio nunca me parecen aburridos. Los juegos que inventa la gente y circulan por los chats con la ironía aumentada de quienes los envían. Los árboles que han salvado, cada jornada, mi hermana y el dueño de una librería cuyo nombre, Profética, sugiere un futuro incondicional. Casi he visto nacer a la nieta de una amiga y al nieto de otra, he celebrado varios cumpleaños y soplado diez pasteles. Acompañé a un velorio y acompaño un noviazgo. No he perdido la fe en las adivinanzas de un ciclista, ni he dejado de mirar al volcán tarde tras tarde, aunque me quede a 100 millas de la casa.

Mis hijos, mis hermanos y muchos de mis amigos han empezado a tener atrevimientos. Algunos nunca dejaron de tenerlos. Una de mis amigas no consideró nunca un riesgo caminar en Chapultepec; cuando habla de su perfecto encierro dice que ni la comida en una terraza ni el viaje a Puerto Escondido cuentan como rupturas. La otra cambió de casa a su hija que vive en un país de nombre en inglés, se operó de un brazo y fue al mar con toda su familia; cuando todo esto cuenta dice que la entristece tanto encierro.
Nosotros no hemos visto de la calle más que las copas de los árboles. Casi tenemos dentro al eterno fresno como un rey impasible al que le llueve, lo empuja el viento, lo ilumina un sol tibio en las mañanas, un calor de 30 grados a las tres de la tarde y de noche las luces blancas que han sembrado los vecinos por toda la colonia, pero está afuera.

De la calle sólo nos llegan los sonidos del diario tramados con los que antes pasaban de repente y ahora vuelven cada día para darle un aire de feria a la rutina. Se ha vuelto aún más necia la voz de la niña que compra chatarra desde cientos de altavoces recorriendo la ciudad. Nos choca, pero tiene su juego: rima tres en “es” y tres “as”. Tambores, colchones, refrigeradores. Estufas, lavadoras, microondas. A diario sólo era el enojo del ¿por qué no se calla? Ahora hemos tenido tiempo de preguntarnos quién maneja el emporio de esas camionetas que van por toda la ciudad, todos los días, con tanto empeño, que pasan por nuestra calle al menos dos veces diarias lastimando los oídos de un perro que estremece el vecindario con su lamento desahuciado. ¿Quién puede tener tantos colchones que vender en una sola manzana y todos los días? Yo creo que algo venden, algo que sólo saben los entendidos. Algo como un sueño de opio o una paciencia que se fuma. Hace años, recuerdo, Cristina Pacheco entrevistó a una mujer triste y dejada de la mano de cualquier dios que le contó la historia de cómo su papá grabó su voz gritando, para evitarse gritar él. Ni un centavo de todas esas interpretaciones puestas en cintas que se venden por miles le ha llegado. Ahora que mi hija quiso usar ese grito en una película, hubo que pagar derechos, pero no a esa niña.

El afilador pasa una vez al día, una marimba el fin de semana, la trompeta de un mariachi los miércoles, los del gas cinco días, los del agua tres, el de los tamales en la noche y la mañana, el del pan sólo en la tarde. Hay alguien con una armónica que no tiene fecha fija y también un cilindrero casual. Eso allá afuera. No siempre como un recuerdo para guardarse hasta la muerte, pero siempre una prueba de la vida que sigue yendo y viniendo, una variedad de zumbidos que se multiplican para seguir vivos.

Sí, hemos de tener recuerdos como trozos de malaquita, como cuentas de oro, como estrellas. Cartas, mensajes, llamadas, el interminable ir y venir de los chats. Y el Zoom con quienes nos privilegian.

Por el correo, me cuenta un amigo las tribulaciones de alguien querido a quien acompaña en su peregrinar por los hospitales. Cierra su mensaje citando a Miguel Hernández: “Tanto penar para morirse uno”. Nunca pensé, aunque debí suponerlo, que en ese hombre sencillo y estricto, caviloso y perfeccionista cupiera también un lector de poesía. Y es triste lo que dice, pero saber que Miguel Hernández lo acompaña me deja un consuelo.

Hurgando en sus cajones, como ha hecho medio mundo, mi hermana encontró sus calificaciones del último año de preparatoria firmadas con la letra de mi papá y la tinta verde de su pluma: Pancho Villa, escribió con su elaborada caligrafía de ingeniero.

Hay otras cosas, emociones ambiguas, un inusitado corresponsal me mandó la foto más imprevista de que tuve noticia en varios años.

Según mucha de la gente en sus cabales a la que tanto extraño, nosotros y nuestro riguroso encierro estamos cerca del manicomio. Quizás tengan razón, pero ya no es posible deshacer el tejido. La paz ha estado con nosotros y no tenemos ánimo para enfrentar la guerra. ¿Hasta cuándo? No sé. Quizás hasta el día en que nos venza la costumbre de la falta de costumbre que es este vivir acumulando tesoros inconfesables.

 

Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de Yo misma. AntologíaEl viento de las horasLa emoción de las cosasMaridosMal de amores y Mujeres de ojos grandes, entre otros títulos.

 

 

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