Ángeles Mastretta: Nada del otro mundo
Dice mi hermana que ella en los últimos tiempos empieza a sentir rencor por las cosas. Envidia su inalterable sobrevivencia. Seguirán aquí mucho tiempo después de nuestra muerte.
La lírica de sor Juana, mi primer iPad, la cajita en la que guardaba mi abuela sus monedas, las sillas de mi comedor, que fueron las del comedor de la infancia de mi mamá en los años veinte, la pluma de tinta verde con la que firmaba mi papá, la perfecta alacena blanca que nos dejó doña Emma, la máquina de escribir en la que conté mis primeros libros, la talavera. Nada del otro mundo y todo de otros mundos.
El mapa de dos metros por dos metros que acaba de tocarle a una de mis primas, era de mi abuelo y antes de nuestro bisabuelo. La caja que cargué desde China, una suerte de cesta de cestas, pero en madera laqueada, valdrá más de lo que costó porque hablará del viaje al oriente inequívoco y de que alguien, en el siglo XVIII, la usó para llevar el donativo de sus nupcias, sin presentir que en el siglo XXI sería de tantos elogiada por sólo haber sobrevivido. El biombo de Olinalá y sus doscientos dibujos labrados con varias tintas siempre estará diciendo que tras él hay un mundo prodigioso que nos empeñamos en no ver y que a pesar de nosotros permanece. Pero también las diminutas sillas con los asientos tejidos de palma que hace meses los niños juegan a mirar y aventar como si fueran pelotas, aquí andarán cuando ellos vayan a la universidad y las flores del sepulcro que empiezan a salirme en las manos hayan dejado de inquietar mi presente.
Abismada en la cumbre de estas elucubraciones me encontraba, cuando llegó la implacable Virginia con su cauda de historias. Saben ustedes que Virginia es mi Scherezada, pero se los recuerdo. Trajo con ella la amenaza de la vitamina B12 que hay que ponerse contra el cansancio y los moscos del camino antes de emprender un viaje. La jeringas. Esas son cosas contra las que, ahora, no se puede tener ningún resentimiento. Viven sólo minutos. Luego dejan de ser amenazantes y se van al basurero, a contaminar con su plástico algún lugar del planeta que ha de volver a castigarnos por botarates. Así como ha llegado el sargazo a las playas de nuestro Caribe, algo llegará a alguna parte a vengarse con otros de lo que hoy aventamos. Algunas cosas se irán de todas las memorias. Otras se van quedando, cerca, dormidas, agazapadas, en lo alto de los muebles que no queremos vaciar del todo para que dure un poco más la adolescencia de los hijos.
En el cuarto de junto a mi cuarto vivía Catalina. Años estuvo sin dormir aquí, más que de vez en cuando, pero seguían ahí sus muchas cosas del pasado reciente. Porque todo su pasado es reciente.
Cuando el temblor, hubo que sacar algunas para hacerles espacio a los juguetes y la ropa de los bebés huérfanos de casa que aquí tuvieron asilo a cambio de alegrías. Pero tanto quedó que los inermes armarios seguían como si nada. Sin poder defenderse de su carga. Hasta que hace poco pasó por aquí la ráfaga de instrucciones que puede caber en la cineasta y dijo como quien canta un aria de Puccini, Verdi sería una ligereza: “de esto que dejo, ya no necesito nada. Si alguien lo quiere se lo puede llevar”.
Aunque tanto hable yo del pasado, la verdad ando todos los días metida en el futuro, así que no hice nada por mover nada. Sin embargo algo dije porque José y Gerardo, dos caballeros entusiastas que a menudo trabajan por estos lares, compartieron con parientes y amigos la noticia de que podían pasar a ver si algo encontraban. Y empezamos a pasar todos por el mar de sargazos que parecía ese cuarto. Yo rescaté una bolsa y unos calcetines que se me habían perdido hace quince años. Y así hasta que en definitiva se fue yendo lo colgado y lo que estaba en los cajones. Desde lápices hasta cuentas de plástico, desde un trozo de crema de cacao hasta un esmalte de uñas, desde cuadernos empolvados hasta sobras del papel cascarón para tareas del colegio. El ruin paso del poco tiempo. Porque unos años de parcial abandono no deberían ser para tanto. Cosas sin más historia que la humedad pero, de vez en cuando, alguna reliquia. El último día, sin duda. Porque faltaban las tablas de hasta arriba. Ésas que ya nadie quiere ni imaginar lo que les cabe. Ésas con las que ningún ser vivo, como no sean las hormigas, quiere meterse más. Porque de ahí puede salir una polvareda que alcance hasta Navidad.
—Venga usted a ver el tiradero que hay aquí —dijo Virginia.
Y en efecto. Ni para irlo contando. Más de todo. Y quimeras. Pero al fondo, como un enigma resuelto en segundos: la ropa diminuta con que vestí a mis hijos el día en que nacieron. ¿Cómo es que la guardé? Tan llena de presente como estaba cuando tenía treinta años, guardé esas dos piyamas. ¿Imaginé lo que sería mirarlas una mañana que gracias a su encuentro quedó rescatada del más común de mis comunes días? ¿Será que las enmarco? ¿Será que las tiro antes de que deban tirarlas mis hijos? ¿Será que le tomo una “mía de mí” a la sonrisa con que las estoy viendo?
Nada. Voy a seguir guardándolas. Ahora en uno de los cuatro cajones de mi escritorio. Para que estén más cerca si necesito llorar un poco alguna tarde. Aquí, bajo el cajón de los anteojos y los sobres. Gran cajón éste en el que también está una pluma que quien me regaló quiso llamar, en su discurso, estilográfica, porque no podía ser bolígrafo el agradecimiento que me entregó la presidente de un grupo de mujeres, asociadas porque todas venden materiales para la construcción. Abro la caja en que duerme. Es un artilugio muy sofisticado. La mitad de una piedra azul, la otra de un metal blanco. Qué mujeres fantásticas las que me la compraron. Hablé con ellas de la imbricada relación entre vida laboral y vida privada. Sabían mucho más que yo, pero me hicieron creer lo contrario. Por algo se dedican a la venta de cemento y cucharas de albañil, picos y palas, clavos y martillos. Mujeres inteligentes, industriosas, con los zapatos en la tierra. Dedicadas a un raro quehacer que nadie considera extraordinario y que sin duda ayuda más al mundo que el lento divagar con el que escribo. Pero escribir, ¿quién se los hubiera dicho a otros?, ahora es un quehacer que goza de prestigio, que amerita un regalo, que se agradece. Vergüenza debería darme entretener el tiempo en este juego, en cambio tengo una estilográfica tan preciosa que nunca la uso. Está guardada, esperando que alguien la herede y piense en mí cuando le toque en suerte.
No tengo mucho que dejar, poco más de lo que aquí enumero, pero irlo recontando me ha puesto a sentir, como a mi hermana, un poco de rencor por estas cosas.
Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de El viento de las horas, La emoción de las cosas, Maridos, Mal de amores, Mujeres de ojos grandes y Arráncame la vida, entre otros títulos.